Una Habitación Propia
El Niño Jesús de los depresivos
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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Como persona depresiva, entiendo perfectamente la amenaza fantasma de la Navidad a nuestros frágiles estados de ánimo, a la tendencia natural a la tristeza.
La Navidad es una ficción, comenzando por el cumpleaños del Niño Jesús, pasando por el despliegue de manjares de la mesa, terminando por un intercambio de regalos con amigos y familiares a los que quizás no querías regalar nada porque no los quieres, no tienes dinero, no tienes fuerza para salir a comprar o, simplemente, te parece una estupidez la obligación de regalar por regalar.
El esfuerzo para los que tenemos tendencia a la depresión o cualquier otra enfermedad mental es inmenso, atroz, en estas fechas. La obligatoriedad de estar alegre, emocionada, tierna o cercana durante días o durante horas significa ponerse sobre los hombros el mundo entero y sostenerlo sin rechistar.
Un mundo entero que, por cierto, ya acarreamos todo el año en la soledad de nuestras cabezas. Sin testigos.
Atlas navideño, sostenemos como podemos la sonrisa y la energía para y por los demás, porque eso es lo que esperan de nosotras, sin entender cómo haremos para volver a hacer lo mismo en apenas una semana cuando llegue el 31 de diciembre.
Es época de caretas. No solo las que venden para ponerles a los años viejos, sino las que se ponen, nos ponemos, millones de personas que padecemos algún trastorno mental en el mundo.
Según un estudio de la Organización Mundial de la Salud, una de cada ocho personas padece algún tipo de enfermedad mental. De ellas, la más frecuente es la depresión: 350 millones de personas. Además, el 22% de latinoamericanos padece o ha padecido en algún momento de su vida un trastorno mental.
¿Cuánta gente habrá en su mesa este 24 de diciembre? ¿Estarán todas en modo celebración o habrá alguna que sea parte de ese veintidós por ciento? ¿Comparten todos sus familiares un entusiasmo digno de película navideña? Como persona que sufre y ha estudiado a fondo la salud mental, les digo que no.
No todos los que se reunirán a celebrar la Navidad sentirán gozo y esplendor, dicha y gratitud.
Habrá algunos, entre los que me cuento, que estarán batallando contra el perro negro de la depresión: el silencio, las ganas de meterse en la cama, el llanto, la decepción propia y ajena, el terror al futuro, el dolor del pasado, la máscara del presente.
Nuestro villancico es bastante oscuro.
Desde niña he pensado que había algo mal en mí. ¿Por qué no puedo sentirme como los demás? ¿Por qué no puedo entregarme a la jarana, al chiste fácil, a la chispa festiva? ¿Por qué no me siento feliz?
Y ahora, de mayor, he comprendido que a mi alrededor un montón de personas se sentían exactamente así, pero se ponían el disfraz de todo está bien, de viva la vida, y lo representaban lo que durara la reunión familiar apoyándose en la muleta del trago, del cigarrillo, de la música a todo volumen.
Robotizados y robotizadas por exigencias del guion.
¿Saben qué les digo? Que está bien no sentirse del todo festivas, que está bien sentir dolor por cosas, sueños o personas que no alcanzaste, que no tuviste, que perdiste; que lo normal es que haya cosas en las familias que no están bien y que lo anormal es lo contrario: la paz y el amor perpetuos.
A veces pienso en las fotos navideñas en las que salen madres, padres, hijos, hermanos, cuñadas, yernos, nietos y sobrinos con la sonrisa más grande que tienen y me gustaría poner flechitas señalando todos los problemas y trastornos mentales que tienen esas personas para demostrarles a quienes nos exigen alegría lo escaso que es ese bien.
Sería más fácil para los demás saber que eso pasa en todas las familias y no solo en la propia.
La única familia perfecta es la que dura el segundo en el que se toma la foto.
Cuando ya está tomada la foto y, mientras se sube a Instagram, vuelve el hocico del lobo en la nuca, el esfuerzo titánico y tiránico por estar bellas, amorosas y felices.
Creo que el mejor regalo de Navidad que podrían darnos a quienes batallamos contra la oscuridad es decirnos: está bien que no estés bien, te queremos, te entendemos, te deseamos felicidad, aunque ahora no la tengas.
Imagínense qué alivio escuchar esas palabras: está bien que no estés bien.
Que el Niño Jesús de los depresivos y de los no depresivos los llene de ternura esta Navidad.