Las mudanzas de la élite quiteña
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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“Casi todos se han ido”, dice el viejo conserje de un edificio de la González Suárez donde se venden dos apartamentos. “Los que tenían plata, a Miami; los otros, al valle.”
La nostalgia le lleva a exagerar un poco, pero la mudanza paulatina de la élite hacia urbanizaciones exclusivas de Cumbayork y sus alrededores es un fenómeno que se viene acentuando desde principios del milenio.
Hace rato que las parejas jóvenes y hípster buscan instalarse allá donde está la movida de bares, restaurantes finos, boutiques, centros comerciales, universidades, clubes campestres y demás servicios de categoría.
De yapa gozan de buen clima y aeropuerto a la mano. El único contratiempo importante es la congestión de la vía y el estrecho túnel que les conecta con Quito.
Sí, por supuesto que hay mucha gente pobre y campesinos y pequeños propietarios en los valles; esa es la otra cara de la moneda. Que de monedas se trata cuando hablamos del desplazamiento de la élite.
Un desplazamiento que, en términos generales, sigue el patrón de las ciudades que fundaron los conquistadores españoles, quienes trazaban la plaza central y ubicaban alrededor la iglesia, la autoridad y los principales encomenderos.
Ya en la fase republicana, con el crecimiento de la actividad comercial y burocrática, las familias pudientes se iban alejando de las manzanas del centro de las ciudades.
En Quito, el movimiento fue hacia el norte, hasta que se consolidó la Mariscal y luego las colinas de la Arroyo Delgado y Bellavista. Lo curioso aquí es que eludieron lo que sería la González Suárez, pues se decía que había una falla geológica.
Cuando le pregunté al vulcanólogo Hugo Yépez, me dijo que todo Quito está ubicado sobre una mesa, producto de una falla geológica.
En cualquier caso, fue un líder modernizador, Galo Plaza, quien dio el ejemplo cuando abandonó su mansión señorial de la Seis de Diciembre para instalarse en el penthouse de un edificio pionero.
Vivíamos el boom petrolero de los años 70 y brotaban edificios como hongos desde el Ejido hacia el norte, sobre todo en la González Suárez, que quedó en el centro geográfico de la alargada urbe, pero con vista al valle y la cordillera central.
Una colina privilegiada, con el Pichincha instalado en los ventanales del lado oeste y edificios cada vez más altos y lujosos que daban a la élite la ilusión de estar viviendo en una metrópoli.
Entre tanto, avanzaba la tugurización del Centro Histórico, su imparable declive como centro vital a pesar del sello Unesco y el rescate epidérmico de las fachadas. Nada de qué asombrarse: en el mismísimo imperio, los downtowns de San Francisco y de Washington DC están en plena decadencia, ocupados por los homeless y el fentanilo.
Como si fuera contagioso (que lo es) el virus de la decrepitud fue expandiéndose hacia al norte por la otrora pujante Diez de Agosto, donde hay más de 100 edificios desocupados o abandonados.
También la Mariscal de la movida setentera es ahora un barrio degradado y flagelado por la delincuencia. Con asaltos, deterioro y un par de construcciones nuevas, la González Suárez ha mantenido su identidad, aunque sufrió la venta tramposa del icónico Hotel Quito que marcaba el nacimiento de la avenida y ahora se halla desmantelado y amenazado por el proyecto de cuatro torres.
¿Superará el mal rato la Pata de Guápulo y una nueva generación restaurará los grandes apartamentos y le devolverá el glamur?
Un arquitecto europeo afirmaba que los edificios que miran al valle ocupan el sitio más espectacular de la ciudad y no perderán valor. O lo recuperarán, como ha sucedido en otras capitales.
Ojalá, pero, ampliando la mira, una gentrificación del Centro Histórico y de la Mariscal al estilo de lo que sucedió con los barrios madrileños de Chueca, Lavapiés y Malasaña no parece posible, salvo que suceda un tercer boom minero y lo administre un gobierno sensato y honrado.
Pero “ya falta poco” para que ocurra exactamente lo contrario.