La moda de los hombres que lloran
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Una amiga gringa que seguía el Mundial desde Nueva York nos preguntaba sorprendida: ¿por qué lloran tanto?
Buena pregunta que no sorprende por acá, pues las estrellas millonarias del fútbol difundieron hace rato la moda del lloriqueo.
Hinchas aparte, el sensual y extrovertido Brasil es el escenario predilecto de esta onda: ahí lloraron los argentinos cuando perdieron con Alemania en 2014 y lloró a mares Neymar, cuando perdió contra Argentina la Copa América en el mismo Maracaná.
Y acaba de llorar Bolsonaro en su despedida del poder. ¿Llora por los millones de hectáreas quemadas en la Amazonía? ¿Llora por los cientos de miles de brasileños muertos por el Covid-19 debido a su política irresponsable?
¡No! Llora por él mismo, porque se le acabó la teta.
Pero también lloró Lula cuando recibió las credenciales y dijo que había sido perseguido por la justicia. (La autocompasión no borra su relación con Odebrecht).
Y volvió a llorar un par de veces este domingo, en su posesión, dejando una imagen no de ternura sino de senilidad.
Así hemos pasado del extremo machista de que los hombres no lloraban ni a tiros (salvo en las cantinas por penas de amor) al moqueo incesante cada vez que te embarga la emoción.
Durante siglos el llanto fue un atributo femenino. Cuando los moros perdieron el último reino en la península ibérica, el de Granada, y debieron emprender la retirada en 1492, la sultana Aixa le espetó a su hijo Boabdil: "Lloras como mujer lo que no supiste defender como hombre".
Probablemente, sea leyenda, pero con esas leyendas nos educaron. Al mismo tiempo, es una muestra de cómo las mujeres han transmitido por siglos el machismo.
Ahora bien: si pierdes para siempre la Alhambra te puedes echar una lágrima, pero no cada vez que pierdes un partido de fútbol.
Hay también lágrimas de arrepentimiento cuasi genuino cuando has hecho mucho daño por razones de Estado y, ya viejo, quieres extraer enseñanzas.
Ese fue el caso de Robert McNamara, brillante economista que, jovencito aún, en la Segunda Guerra Mundial, aplicó sus conocimientos estadísticos para volver más eficaces los bombardeos con napalm, ordenados por el general LeMay, a las ciudades de Japón.
Antes de las dos bombas atómicas, cuando en una sola noche quemaron medio Tokio, causando la muerte de cien mil civiles, LeMay le dijo que podían ser juzgados como criminales de guerra.
Eso lo cuenta en ‘The Fog of War’, el clásico documental de Errol Morris, de 2003, con música de Philip Glass. Un lujo.
Y un testimonio imprescindible para quien busque entender las guerras del siglo XX y las actuales, pues varias de las lecciones se aplican a la invasión rusa a Ucrania.
En los años 60, McNamara se convirtió en el poderoso secretario de Defensa de Kennedy y de Johnson durante la crisis de los misiles en Cuba y la escalada de la guerra en Vietnam, a la que finalmente se opuso y renunció.
Cuando a finales de siglo dejó escapar dos lágrimas al reconocer que las matanzas de japoneses y de millones de vietnamitas no fueron realmente necesarias, varios analistas preguntaron: ¿por qué llora McNamara?, ¿por qué tan tarde y tan a medias?
Y lo acusaron de hipócrita, o, directamente, de 'son of a bitch'. Pero él insistía en que lo vieran como un tipo que quiere racionalizar lo que pasó y ayudar a que no siga pasando.
Hoy, basta ver la sevicia con la que Putin bombardea las ciudades de Ucrania para constatar que nada cambió.
Eso sí que debería ponernos a llorar a todos. Y todas.