¿Por qué seguimos hablando de Winston Churchill?
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Me han preguntado por qué seguimos hablando de Churchill. Buena pregunta: ¿por qué se mantiene vivo su mito? ¿Por qué se hacen tantos libros y películas sobre él?
¿Por qué seguimos fascinados por este aristócrata inglés que fue un político brillante y un gran orador, sin duda, pero que al mismo tiempo era colonialista, arrogante, narcisista, alcohólico y depresivo?
En primer lugar, porque la imagen que persiste en la memoria colectiva es la del líder que se irguió contra el nazismo que avasallaba a Europa. Llamó a la resistencia y desplegó todas sus habilidades para seducir a Franklin D. Roosevelt y obtener el apoyo de Estados Unidos.
En 'Forged in War', el historiador W.F. Kimball narra esa amistad forjada en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial. Al final, Roosevelt relegó un poco a Churchill y se entendió con Stalin porque el imperio británico había perdido poder e importancia.
Sin embargo, la figura del inglés quedó etiquetada con dos o tres frases que se volvieron universalmente conocidas. Cuando cualquier político de cualquier rincón del planeta argumenta sobre la necesidad de tomar medidas antipopulares y de ajustarse el cinturón, suele recurrir al clásico "sangre, sudor y lágrimas".
Pero Churchill cometió también inmensos errores: cuando era primer lord del Almirantazgo, en la Primera Guerra Mundial, ordenó el desembarco contra los turcos en la batalla de Gallipoli, un desastre que costó la vida a miles de soldados.
Otro líder fuera de serie fue José Stalin: marxista, alcohólico, paranoico y genocida a carta cabal, supo organizar la resistencia ante esa invasión nazi que cobraba millones de vidas rusas antes de sucumbir al avance arrollador del Ejército Rojo.
Esa época sigue muy viva en la memoria porque, contra el telón trágico de la guerra, se perfiló una galería excepcional de personajes tan opuestos y distintos, incluso físicamente.
Frente al pintor frustrado Adolf Hitler, flagelado por su padre, histérico, que vivía taqueado de anfetaminas, el demócrata Roosevelt, en silla de ruedas a causa de la poliomielitis, pero seguro de sí mismo.
De pie en segundo plano, el general Charles De Gaulle, altísimo y narigón, emblema de la resistencia francesa.
Y en el centro de la escena, Churchill, rechoncho, con su sombrero y su cigarro, afirmando que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos, frase que sería etiquetada como ‘democracia churchilliana’ y que la utiliza hasta el Latinobarómetro.
Hoy, no obstante su heroico liderazgo, Zelensky no es Churchill. Y a pesar de sus ínfulas imperiales y su capacidad para ordenar atrocidades, Putin tampoco es el soviético Stalin.
Sin embargo, los dos se guían por esas figuras legendarias, lo que demuestra una vez más el peso de los mitos, que pueden llevar, de lado y lado, a cometer trágicos errores y a entorpecer las negociaciones.