Efecto Mariposa
El miedo a envejecer
Profesora e Investigadora del Departamento de Economía Cuantitativa de la Escuela Politécnica Nacional EPN. Doctora en Economía. Investiga sobre temas relacionados con pobreza y desigualdad.
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Estaba en el cubículo de la sala de emergencias de un hospital privado, acompañando a un ser querido. Las horas pasaban sin la llegada de un diagnóstico.
De pronto, la hiperactividad de mis pensamientos solitarios fue interrumpida por algunas voces que se escuchaban en el cubículo del frente.
Eran dos médicos que conversaban con una paciente de la tercera edad, supongo que tenía unos 90 años, y con sus familiares.
Debe alimentarse mejor, le decían, pues tiene peso bajo.
También le recomendaban que se moviera constantemente para evitar que se le formaran más heridas en la piel. Dijeron, además, que la paciente debería ser sometida a una cirugía, pero debido a su edad avanzada y a sus condiciones físicas, era probable que no resistiera.
La paciente, con su mirada perdida en las sábanas, parecía ignorar todas las recomendaciones, se veía fatigada.
La escena, que involucraba personas totalmente desconocidas y que irrumpió en mi vida, no sé si por casualidad, me enfrentó con miedos que creía resueltos.
Nunca le he tenido miedo a la muerte. Si, como dicen, es un estado en el que no se siente nada, pienso que es el final feliz de la existencia.
Independientemente de que exista o no el Paraíso, la promesa de que no sabremos nada ya es el cielo.
Pero descubrí que le tengo miedo a la vejez. Una novedad para mí, pues con mi vida de mariposa en vuelo libre y sin apegos, no aferrarme a los años de juventud es una señal de coherencia.
Pasaban las horas y el diagnóstico de la enfermedad de mi ser querido no llegaba. Era como si la vida me hubiese regalado un tiempo para resolver un asunto pendiente. No me quedó más que enfrentar las razones de mi miedo a envejecer.
Llevo una vida relativamente saludable, con resbalones frecuentes como una bebida gaseosa dulce y transparente o golosinas. A pesar de mis esfuerzos por cuidarme los años pasan y sé que algunos visitantes no muy simpáticos pueden llegar con el paso del tiempo.
Así, no tengo temor a perder mi independencia ni mi autonomía.
Tampoco le temo a la posibilidad de padecer alguna de las enfermedades crónicas que llegan con la vejez: hipertensión, diabetes o cáncer.
No le tengo miedo a perder mi capacidad para hacer las actividades básicas de la vida diaria, como: caminar en la calle, trotar, subir gradas, agacharme o levantar un objeto.
Ni le temo a no poder ya realizar las llamadas actividades instrumentales, es decir, preparar la comida, hacer compras, manejar dinero.
Y no temo perder la alegría de vivir.
Todo eso puede llegar con la edad. Sin embargo, me invade el miedo al pensar que, si llego a envejecer, dependeré del servicio público de salud.
Si mi paso por aquí se extiende, es posible que tenga que ir al Hospital Eugenio Espejo o al Carlos Andrade Marín, o a cualquier otro hospital de la red pública.
El problema no está en ir a un hospital público, como defensora del Estado de bienestar, creo que los servicios estatales deberían ser la primera y mejor opción de todos los ecuatorianos, sean pobres, de clase media o ricos.
Todos deberíamos tener la posibilidad de elegir un centro de salud público para terminar nuestros días con dignidad.
Pero, la pesadilla de la salud pública ecuatoriana -que no es solo el hecho de que los pacientes tengan que comprar el alcohol, la sonda, el suero, el agua para tomar las medicinas, la anestesia- me enfrentó con mi miedo a envejecer que se justifica en la posibilidad de que, si vivo muchos años, pueda ver al Estado ecuatoriano consagrado como proveedor de malestar.
Tengo miedo de envejecer porque, después de tantos años de quejas, reclamos y promesas, simplemente no se ve una salida al sistema de salud pública de Ecuador.
Seguimos estacionados en la discusión de que no hay paracetamol para curar todos los males y calmar todos los dolores.
No hay esperanza de que la discusión de la salud pública suba de nivel y, por fin, hablemos de planificación, de política pública, en lugar de apagar un incendio tras otro, como ahora.
Para finalizar esta columna, quisiera referirme a la paciente de la tercera edad de la que hablé al inicio y que motivó mis reflexiones.
Cuando salía del hospital, ya entrada la noche, miré para atrás porque sentí que debía despedirme de alguien y vi que la trasladaban en una camilla por un pasillo que me pareció infinito.