Una Habitación Propia
Miedo y asco en un vuelo nacional
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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Por primera vez en esta larga cuarentena híper solitaria, silenciosa y obsesiva, decidí cruzar las montañas como un regalo a mi mejor amiga de toda la vida.
Todo en el viaje, menos el gesto de amor, fue equivocado.
Pensé, tonta de mí, que el aeropuerto estaría blindado contra el virus, como esa escena de ET en la que los científicos lo van a buscar vestidos como para viajar a otro planeta, con todo emplastificado, con equipos de última tecnología.
Llegué a la puerta de Vuelos Nacionales y extendí mi brazo como un ladrón al que agarran in fraganti para que me tomaran la temperatura. El señor de la puerta me miró y me dijo: ¿LATAM o Avianca? Contesté. No me echó ni gel. Respondió que me fuera a la B.
A la sección B.
Una vez allí, en la casa de la B, todo empezó a derrapar a una velocidad de vértigo. La aerolínea había sobrevendido el vuelo y varios de los pasajeros tendríamos que aceptar un bono miserable y un vuelo para día siguiente.
Ver lo que pasó a continuación desde fuera debe haber sido una delicia.
Con la cara tapada por la mascarilla, estoy segura de que mis ojos combustionaron y soltaron llamas como en una novela de Stephen King. Por debajo de la mascarilla sentí claramente cómo me salían dos colmillos asesinos en la boca, las palabras que pronuncié con la voz del demonio sonaron a maldición. Tal vez vomité verde. No lo recuerdo del todo bien, poseída como estaba por el espíritu maligno del consumidor ardido, pero creo que se pronunciaron las palabras aerolínea pirata, prácticas inmorales, vergüenza de empresa, malditos ladrones, yo hoy viajo como que me llamo María Fernanda, los denunciaré, etcétera.
Me transformé en un monstruo: la mujer a la que le han visto la cara de pendeja en plena pandemia mundial.
Pobre chico empleado de LATAM, las pesadillas que tendrá toda la vida de mis ojos de fuego.
Pero luego, aunque no lo crean, vino lo peor.
En una sala de espera atestada y ridículamente adecuada para el distanciamiento social, o sea, uno de cada dos asientos cubierto con una cosa para que no te sientes en ellos, los de la “lista de espera” tuvimos que esperar, como su nombre indica, a ver si alguien no llegaba para ocupar un lugar que, por cierto, ya habíamos pagado a tiempo y a precio de oro.
Ya saben cómo funciona el overbooking. No sé cómo no es ilegal.
Con la furia de una matrona guayaca a la que han estafado, me paré en la puerta a mirar fijamente a todos los trabajadores de la aerolínea, haciendo el gesto de dos dedos que viajan desde mis ojos a los de ellos: te estoy mirando, carajo.
Me subieron.
Una vez allí arriba el triunfo duró poco.
Nada más echar un vistazo dentro del avión me sirvió para lamentar no solamente todas mis decisiones desde 1976, sino también el haber nacido.
El vuelo iba, ¿cómo decirlo educadamente?, hasta las tetas. Ahí no cabía un alfiler, qué digo un alfiler, ahí no cabía un pensamiento positivo.
Pensé, ingenua de mí, que el problema del overbooking lo había causado el distanciamiento social, ya saben, aquello de los dos metros entre cristiano y cristiano.
¡Já!
Todos los asientos estaban ocupados, ocupadísimos, y a mí, que era la última rueda del avión, me tocó sentarme en medio de dos señores. Créame, he tenido parejas de varios años con las que nunca he estado tan cerca.
Brazo con brazo, pierna con pierna, nada más faltó el cachete con cachete y el ombligo con ombligo.
La pesadilla apenas comenzaba.
Como en una atracción de feria, la Casa del Terror se convirtió en el Avión del Terror: Coronavirus Airlines.
No faltaba ni uno solo de los elementos.
Pasen y vean: el escalofriante hombre que estornuda como si estuviera creando el mundo, un estornudo capaz de crear vida y crear muerte, un estornudo como el Big Bang.
¡AAAAAAACHUUUUUUUUUSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSS!
(todas esas eses son coronavirus)
Pasen y vean: el aterrador señor mayor que tose como si la vida estuviera abandonando su cuerpo y que después del ataque de tos decide sacarse la mascarilla para comerse un guineo.
Damas y caballeros: los aterradores novios que, enamorados como imbéciles, se sacan la mascarilla para darse besos.
Pasen y vean: el atroz caso del señor que cree que si lleva la mascarilla es sordo y se la saca para escuchar mejor.
Damas y caballeros, niños y niñas: el monstruoso cerebro del que decidió, no afirmo ni desmiento que sea el Ministerio de Salud, que todos los pasajeros llenáramos unos papeles para afirmar que no estamos enfermos (¿?) con el consabido tráfico de plumas de quien viaja sin imaginar que tendrá que llenar un formulario absurdo.
(Spoiler alert: funcionarios de ese mismo Ministerio de Salud recogían los papeles de la mano sin lavar de decenas de viajeros sin tomarnos siquiera la temperatura o hacer el paripé de echarnos un poco de alcohol).
Si no fuera tan trágico sería realmente cómico. Después de escuchar gente desgañitarse tosiendo, de ver papeles y plumas pasando de mano en mano, de presenciar por enésima vez la creación del mundo por parte del señor que estornuda Big Bangs, después, digo, de desbloquear todos los miedos, fobias, terrores y paranoias, ya no quedaba más que reír con la amargura y la certeza de estar contagiado.
El señor que iba frente a mí, de nacionalidad china, se quedó profundamente dormido con el asiento reclinado. Cerca del aterrizaje, la azafata se acercó a pedirle que lo pusiera en vertical, pero el señor estaba en el quinto sueño, deleitándose tal vez con un pato laqueado.
La azafata empezó a subir el tono de voz hasta que ya el último “señor” sonó a cachetada. El hombre de mi lado, que era colombiano, dijo la frase que hizo estallar en carcajadas a todos los que estábamos alrededor:
-Eje ya je murió.
El viajero oriental se despertó por fin entre las carcajadas de todos los que lo rodeábamos. Sin saber muy bien de qué, también se rió.
Qué diablos, gocemos, igual todos ya estamos muertos.