Firmas
Mi gata me odia
Abogado y escritor. Ha publicado varios libros, entre ellos Abraza la Oscuridad, la novela corta Veinte (Alfaguara), AL DENTE, una selección de artículos. La novela 7, además de la selección de artículos Las 50 sombras del Buey y la novela 207.
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En 2006 mi esposa rescató una cría de gato que había sido encontrada al borde la muerte en un basurero de Cumbayá.
En el mesón de la veterinaria, la cachorrita, luego de ser atendida y bañada, no era más que una pequeña bola de pelos y huesos sobre una servilleta que se había tapizado con las pulgas muertas que estuvieron al borde de desangrarla hasta la muerte. Tenía una fuerte infección intestinal y desnutrición.
Como todo macho beta, me enteré del rescate vía telefónica. Y también se me informó que debía acercarme a pagar una cuenta en la clínica veterinaria.
Al llegar a la casa, la gatita se había refundido debajo de un armario y me tocó a mi meter la mano para sacarla, entre pequeños rasguños y mordidas, para darle su antibiótico y sus vitaminas.
Esa fue nuestra dinámica de varios días y noches. Y Delfina, así se llama, no puede perdonarme haber sido el ogro comedido cuya mano la agarraba y le abría la boca para medicarla. No tolera mi cercanía, es el auténtico: no me puede ver ni en pintura.
Cuando se hizo adulta, creciendo entre los mimos y juegos de mis hijos y de mi esposa, empezó a marcar territorio cerca de mi lado de la cama. Optamos por esterilizarla, pues creímos que se trataba de un asunto hormonal.
Luego de la operación Delfina detuvo sus ataques químicos, y así habíamos convivido durante años y años. Ella evitándome a ultranza y detestándome con todo su peludo ser, y yo ya acostumbrado a sus desplantes y comprendiendo que la culpa nunca fue de sus hormonas, sino mía.
Pero en esta cuarentena, mi presencia permanente en la casa la ha sacado de sus casillas. Se la pasa metida en un pequeño clóset, del que sale solo para comer y para ir al arenero. Si para su mala suerte nos cruzamos en el pasillo, se da media vuelta con toda la agilidad que le permite su ancianidad, corre a encerrarse, y da un portazo.
Casi todas las noches entra sigilosa, como en misión imposible, a hacerse pipí junto a donde yo esté durmiendo. A veces pernocto exiliado en otra habitación porque ronco como matraca, y allí va y me encuentra, deja su manchita de almizcle y se larga caminando en el aire –seguramente insultándome en su idioma- sin que yo me de cuenta de la visita hasta la mañana siguiente.
Su madre se ríe y limpia sus muestras de desafecto diario. Quisiera contar con la ayuda de Nakata, el adorable personaje de Murakami que en la novela 'Kafka en la orilla', habla con los gatos. Quisiera que le explique que no le haré ningún mal, que comprenda que el antibiótico y las vitaminas de su infancia fueron por su bien. Que si le hice doler la boca cuando le administraba los jarabes, pues que lo siento, pero no me daba otra opción. Pataleaba y gruñía, con cada vez más fuerza.
Es muy poco lo que la veo. Ha sido así para mí, desde que llegó a la casa, “esa pantera que nos es dado divisar de lejos”, como el poema de Borges. Su cuerpo grande y lento, de abundante pelo gris y negro típico en esa raza poco noble que se conoce como “romana”, es una sombra bonita que solo puedo admirar con calma en las fotos que le han sacado. A veces, muy pocas, coincidimos con las miradas. Me pone la misma carota que me ponía el papá de una enamorada que tuve en la universidad.
Pero vamos, ella es un gato, y el odio es un sentimiento humano. Es seguro que soy el recuerdo del miedo y del dolor de esos primero días. Me teme, me quiere lejos, me invita a largarme pacíficamente, con sus inocuas marcas de territorio. Jamás me ha atacado, solo abre la boca, lanza un bufido y se aleja asustada.
Me río con ternura mientras su cola desaparece atrás de una esquina.
Es una pena que sus ronroneos no sean para mí, yo que la he querido tanto. Pero es más fácil regresar del resentimiento que del temor.
Pequeño leopardo de las nieves con nombre de mamífero del mar.