De la Vida Real
Descubriendo raíces: Un viaje en Metro a los recuerdos de Quito
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Mi tía dijo que no conocía el Metro de Quito. A estas alturas de la vida no podía creer que alguien no haya ido en metro, aunque sea por novelería. La tía debe tener 75 años. Es un poco patojita, pero muy vital, entonces me propuse ser su guía.
Nos embarcamos en esta aventura las dos. Mi tía, en el metro, me pidió que le tomara fotos. Estaba feliz. Llegamos a San Francisco, caminamos sin rumbo mientras me iba contando cosas de su infancia:
“En esta casa había una cafetería típica de la época. Veníamos con la tía Efigenia a comer humitas. Ella tenía una casa donde arrendaba los cuartos y venía cada semana a cobrar a los inquilinos. Era una mujer maravillosa, solterona, también medio patoja, pero nos quería como nadie en esta vida”.
Siempre quiero entender las historias familiares, pero me confundo con tantos nombres, con tantas tías. No entiendo bien a qué familia corresponde la anécdota que me cuentan. Pero bueno, sabía que la tía me estaba hablando de la hermana de su abuela, es decir, de la familia quiteña que tiene mi papá.
“Valen, mira, aquí había una ferretería donde mi papá compraba todo lo que necesitaba”, y así mi tía era mi guía de un pasado hacia un presente que yo tenía que ir reconstruyendo.
Hasta que llegamos, por casualidad, a una esquina en la calle de la Plaza Grande. En realidad, yo estaba buscando dónde vendían los sánduches de pernil para luego regresar a almorzar allá.
La tía me iba revelando secretos familiares llenos de recuerdos que jamás había oído. Me sentía en un cuento de Gabriel García Márquez, y descubriendo también un pasado desconocido para mí.
Caminábamos lento. La tía no me aceptó la espumilla y tampoco le provocó un ponche. Por más que yo moría de ganas, tampoco me compré. Grave error.
Llegamos a la esquina de Venezuela y Espejo. La tía, emocionada, me dijo: “Mira, Valen, aquí en el Banco trabajé hace miles de años”. Vi en sus ojos el orgullo por enseñarme un pedacito tangible de su vida, en esa casa esquinera llena de ventanas. Me dijo: “Mira, esa era mi oficina”, señalando una pared.
Le propuse que entráramos a ver cómo está. Es increíble la cantidad de gente a la que conoce la tía: “Le voy a llamar a una amiga para que nos deje entrar al Banco Pichincha, que tiene un museo”, me dijo.
— ¿El banco tiene un museo? ¿Cómo sabes?
— Porque aquí hicimos con mis amigas la reunión de los 12 años de jubiladas.
— ¿Te jubilaste en el banco, tía?
— No, Valen, trabajé un tiempo no más, unos ocho meses. Pero la amistad es eterna, y el trabajo fue intenso.
La llamada resultó. Nos dejaron entrar. Había una biblioteca con unos libros gigantes donde se anotaban las cuentas de los clientes. Seguro que uno de los requisitos para trabajar en el banco era tener una excelente ortografía y una caligrafía extraordinaria.
La tía me llevó a la sala de reuniones. Me contaba que esa parte estaba remodelada. Yo no podía creer estar frente al pasado. Por primera vez, entendía la importancia que tiene un banco en la historia nacional. Y veía cómo eran las máquinas antiguas, los teléfonos que utilizaban, los sistemas de préstamos y créditos.
Para mí fue complicado asimilar el pasado, porque estoy tan enraizada con lo digital y la aplicación del banco que me cuesta imaginar cómo sería antes unificar el sistema. ¿Habría sistema?
A través del museo se entiende la evolución del tiempo, una evolución financiera. Ver cómo era cada billete, dibujado y pintado a mano.
Parada frente a la moneda que se llamaba Sucre, tuve una reflexión comunicacional. Nunca me había puesto a pensar que la moneda transmitiera la historia de un país. Cada billete tiene una ilustración que cuenta algo de la época, lo que se estaba viviendo en ese entonces. El billete transmite mucho más que solo el intercambio monetario. Ahí está un pasado que cuenta, no solo centavos, sino la historia del Ecuador.
Tuve un lapso filosófico lindísimo. Y se me hizo tan raro usar el dólar como moneda oficial. No tengo idea de economía, pero sí tuve un momento de instrucción monetaria a mi estilo.
Estábamos recorriendo esta belleza de museo cuando, de pronto, se me bajó la presión. Qué vergüenza me dio. Me tuvieron que traer caramelos, Coca-Cola. Y yo ahí, pálida, acostada en un sillón, pensaba: “¿Por qué no me comí esa espumilla de 50 centavos americanos?”
Una señorita del banco, amabilísima y angustiadísima, pidió un taxi. Mientras llegaba, pensé: “Yo era la que le debía cuidar a la tía, no ella a mí”. Y, por mi soponcio, no regresamos en el metro y ¡tampoco comimos los sánduches de pernil!