Ojo, Messi, que la pelota sí se mancha
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Que el destino de un país dependa del botín izquierdo de un jugador que vio mejores días, es una aberración. Pero en esa Argentina, gobernada por un títere y una cleptómana, cualquier cosa parece posible.
Estamos hablando de un país saqueado, desesperado, con 17 millones de pobres y una inflación que linda el 100%, y que lo apuesta todo, no al equipo sino al mesías de turno, como puede verse en el documental ‘Seréis eternos’.
Pero Messi no tiene el liderazgo ni la rabia de Diego Armando Maradona, quien era capaz de echarse el equipo al hombro y alzar la copa. Y enfrentarse luego al dueño de la FIFA.
Messi no; quizás sea mejor en ciertos aspectos del juego, y por supuesto en la vida privada, pero no es el caudillo a caballo de la tradición latinoamericana, que también se reproduce en la cancha de fútbol.
En su artículo 'Argentina agazapada', Martín Caparrós disecciona con gran estilo el desastre argentino, la división, el odio, la corrupción y no deja de asombrarse de que solo una vez cada cuatro años todos puedan unirse en una causa común.
Pero Caparrós es argentino; a él le tocó en suerte ese país y esa selección. En cambio, yo, a los siete años de edad, tomé la decisión más grave y duradera de mi vida: me hice hincha de Argentina.
Y aquí sigo a pesar de todo. Solo cuando juega contra Ecuador me cambio de camiseta. Pero no hice como mis compañeros de escuela y la mayoría de los grandes, que se cambiaron al Brasil victorioso de 1958.
Oportunismo que rindió sus frutos, pues hasta 1970 ya habían ganado tres copas mundiales con Pelé y compañía, mientras Argentina iba de tumbo en tumbo.
Para colmo, el Mundial que organizaron en 1978 fue repudiable, pues gobernaban los militares fascistas que torturaban y hacían desaparecer a miles de jóvenes rebeldes.
Incluso llegaron a sobornar a jugadores peruanos para lograr la goleada que impulsó al equipo hasta ganar la copa y legitimar la dictadura. De modo que sí, que la pelota sí se mancha.
Cuatro años después, buscando un apoyo similar, se tomaron las islas Malvinas. Entonces, muchos demócratas llegaron a desear que ganaran los ingleses para que los fascistas dejaran el poder, como en efecto aconteció.
El desquite de la derrota militar estuvo a manos (nunca mejor dicho) de Maradona que, luego de un gol tramposo, gambeteó a siete ingleses, marcó el mejor gol de la historia y se convirtió en el nuevo dios argentino, un ícono a la altura de Gardel, Evita y del Che Guevara.
Altar al que no ascenderá Lio, aunque gane el Mundial, porque le faltan barrio, carisma y el halo de tragedia que nimba a esos cuatro angelitos.
Sea como fuere, mañana arranca el espectáculo más grande del mundo en un país que también ha sido cuestionado desde que obtuvo la sede con las malas artes de su chequera petrolera.
Una monarquía que no respeta los derechos humanos de las mujeres, los homosexuales o los trabajadores migrantes que construyeron los fabulosos estadios y fueron explotados sin misericordia.
Pero todo eso pasará a un segundo plano cuando empiece a rodar la pelota, cuyas piruetas nos mantendrán hipnotizados durante un mes. Después, que caiga el diluvio.