De la Vida Real
Mi primer encuentro con la maldad y el anillo de seis diamantes
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Sí, lloré y lloré tanto que mi mamá de mala gana me tuvo que entregar el anillo de oro que tenía seis diamantes blancos.
Tenía cuatro años e iba al prescolar. El anillo me quedaba tan grande que se caía a cada instante. Con mi mano chiquita y regordeta, trataba de sujetarlo bien duro para que se quedara firme en el dedo anular.
La profesora me mandó a lavar las manos con agua y jabón, y el anillo se cayó en el lavabo. Veía con angustia cómo se iba por los agujeros del sifón.
Yo luchaba contra la corriente, en el terrible remolino que hace el agua cuando se va. Trataba de rescatarlo, pero el agujero negro que cae al vacío se lo tragó completo.
Me quedé con la cabeza baja, las manos sujetando el filo del lavabo. Pensé que iba a ser fácil encontrarlo, porque los diamantes siempre brillan, pero ahí abajo lo único que brilló fue el susto, la angustia y la soledad.
Lo que más me atormenta hasta ahora, en esos desvelos de la madrugada, es la imagen de la señora que limpiaba los baños, quien vio mi sufrimiento, sin hacer un mínimo gesto para salvarme de la angustia que sentía en ese instante, y ayudarme a encontrar el anillo. Pero ella se quedó ahí impávida.
¿Qué pasó después? No me acuerdo.
Esta anécdota me vino de golpe hace dos semanas que entré a un taller de relatos personales, pero al paso que va parece ser un taller de psicoanálisis profundo. La profe nos mandó a escribir en 20 minutos nuestro primer recuerdo.
Mi memoria se quedó del mismo color que la hoja, en blanco. Trataba de pensar cuál era mi primer recuerdo, porque hay uno en particular. Cuando era muy, muy chiquita, mi papá me daba la mamadera y me contaba un cuento.
Él se quedaba medio dormido, y yo me ponía bravísima mientras mi mamá sujetaba mi mano y me rascaba la cabeza. ¿Pero qué podía escribir sobre ese recuerdo? Ahora que soy mamá, veo que ese comportamiento ha sido genético.
Escribí a mano —a toda velocidad — porque quedaban cinco minutos, y sabía que tenía que cumplir con la consigna de la clase.
Nos volvimos a conectar, y me pidió que empezara. ¡Ay!, otro de mis tormentos no superados y traumas no tratados: el leer en voz alta -y peor con mi letra, que no la entiendo-.
Entre que sudaba, me ponía roja y me equivocaba, logré sacar esa espina clavada en lo más profundo de mi subconsciente. La profe me hizo unas correcciones de palabras repetidas, y yo respiré en paz, porque el momento del presente ya se hizo pasado.
De lo que no caí en cuenta, con ese ejercicio, es que un pasado se hizo presente.
Mi primer recuerdo, un secreto que jamás he contado a nadie. Primero, porque me da vergüenza admitir que por mimada perdí un anillo finísimo, que mi bisabuela le había regalado a mi mamá.
Segundo, porque jamás le iba a delatar a ella lo permisiva que podía ser con su hija. Creo que es un tema de complicidad entre madre e hija. Jamás hemos hablado del tema.
Pero ese ejercicio tan simple me movió entera. Cierro los ojos y trato de acordarme de cada detalle. Era una niña de cuatro años.
Llego al momento de ver cómo esa señora no me ayudó y no puedo de las iras, de la indignación. Hasta le deseo el mal. Luego me tranquilizo y me resigno, pensando que ya pasó, que no es tan grave.
Pero tal vez, aparte de mi primer recuerdo, es mi primer encuentro con la maldad, con la indiferencia, con el egoísmo. Siento una nube negra horrible en el pecho, justo en el corazón.
Y mi mente sigue y sigue recreando los hechos. Me imagino a la señora sola en el baño desarmando el lavabo para buscar el anillo. Me entra una indignación que no puedo controlar.
Buenamente, hubiera escrito sobre el recuerdo de la mamadera con mis papás, y no se me habría movido tanto el alma.
Pero el problema que tengo ahora es más grave. La profe nos mandó a hacer un deber para el miércoles que viene: deben, en no más de 900 palabras, abrir los armarios del pasado y buscar que los fantasmas familiares les cuenten historias.
Y aquí me tienen, en un estado de psicoanálisis profundo, escuchando la voz de mi tía desde el más allá:
-Valen, la historia comienza así.
Me dijo con una voz de ultratumba.
-La abuela abrió un cajón y encontró el dedo putrefacto de María, la limpiadora de baños, que tenía un anillo de seis diamantes…