Una Habitación Propia
Llorar por nosotras mismas
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
Actualizada:
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A veces me sorprende darme cuenta de que este país, tan moderno en tantas cosas, con wi-fi en todos lados, aeropuertos internacionales y rascacielos inteligentes, no es capaz de salir del oscurantismo, de la mentalidad primitiva, del fanatismo religioso.
La forma de pensar que tiene la mayoría sobre los derechos humanos, y sobre todo los derechos de las mujeres, hace me plantee si no sería mejor escenario para Ecuador el de gente viviendo en cuevas, llorando con los eclipses, asustada de sus dioses.
Esta semana asistimos una vez más al espectáculo grotesco de la ecuatorianidad oscurantista, esa que sigue invocando a una deidad invisible, a una fe privada, para darle o no darle derechos a las ciudadanas.
Nosotras, las que pensamos que ante las altísimas tasas de embarazo infantil y adolescente lo único humano es permitir a esas criaturas elegir no ser madres, salimos a las calles a pedir al Estado que cumpla con nuestros derechos y el resultado fue, otra vez, violencia e ira contra las manifestantes y no contra el problema: la sociedad culpando a las feministas.
Nada molesta tanto a la sociedad oscurantista ecuatoriana como el feminismo.
Nadie se rasga las vestiduras ante las violaciones, la violencia que sufren las niñas y mujeres, los feminicidios, la trata de mujeres para el trabajo sexual, los embarazos infantiles y adolescentes, el pavoroso índice de incesto de nuestro país, el acoso callejero, la disparidad de sueldos, las madres víctimas del abandono por parte de sus parejas.
Eso no es tan grave.
Lo de verdad grave para el ecuatoriano oscurantista es el grafiteo de las sacrosantas paredes de la carita de dios, patrimoniodelahumanidad, bla, bla, bla.
El grafiti es donde ellos marcan el hasta aquí.
"Esas no son formas", dicen los puritanos. "¿Qué les han hecho las paredes?", claman los bienpensantes. "Desvirtúan al movimiento con ese vandalismo", se mesan las barbas los ciudadanos ejemplares. "Feministas eran las de antes", exhortan los opinólogos.
Si no fuera tan trágico me daría risa como estos farsantes del deber ser invocan a Jesús que cuando vio lo que estaban haciendo los mercaderes en el templo le dio la arrinquina, el socosoco, el frenesí y arrambló sin miedo con todo aquello. Hoy dirían que fue un vándalo. Hoy dirían que pobre templo qué culpa tenía. Hoy dirían que esas no son formas.
A Jesús no le importaría. Él no era un tipo de preferir las paredes a las personas.
¿Saben qué sería lo ideal? Vivir en un país en el que el dolor de las niñas embarazadas fuera suficiente para ensordecer a la sociedad. Que una sola niña violentada por su padre o abuelo, es decir, embarazada de su hermano o su tío, sea suficiente para pararlo todo y salir a las calles, los diecisiete millones de ecuatorianos juntos, a exigir el derecho de esa niña a no ser madre de su hermano o de su tío.
A exigir que quien no quiere o puede ser madre no lo sea.
Lo ideal sería que no tuviéramos que hacer pintadas para visibilizar el dolor de las ecuatorianas, que la violación de una sola de nosotras fuera suficiente para cambiar el país desde sus cimientos.
Lo ideal sería, digo, que la protesta no fuera necesaria y que el país entero y no solo un puñado de mujeres llorara por nosotras.