De la Vida Real
Lecciones de mujeres en un curso de corte y confección
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Un día, hace cinco años, se me ocurrió aprender corte y confección. Me compré una máquina de coser, pero no tenía idea de cómo usarla. El hilo se enredaba, se rompía la aguja y la máquina se tragaba la tela.
Me obsesioné con aprender. Un miércoles de agosto, mientras manejaba por Conocoto, vi un gran cartel en el edificio municipal que anunciaba nuevos cursos, incluyendo uno de corte y confección.
A pesar de que estaba lloviendo a cántaros, me bajé de mi auto, porque sentí que era una señal divina y que el agua que caía era un buen augurio.
Entré, y no había nadie. En una de las paredes, me encontré con un papel sucio y mal pegado que informaba que los cursos se abrirían la siguiente semana y que el costo mensual era de USD 6.
En el cartel había un número de teléfono escrito con esfero, llamé ese instante con la esperanza de que alguien contestara y pudiera darme más información.
Contestó la profesora del curso, y me dijo que se llamaba Magy. Pidió mis datos y me registró. Me advirtió –muy brava– que si no iba a la primera clase, el cupo sería dado a otra persona, porque había muchas mujeres interesadas y que el curso no era para perder el tiempo.
Pasaron dos semanas, y recibí una llamada de Magy, la profesora de costura, para decirme que comenzaríamos el taller el próximo lunes. Me dijo que no era necesario llevar mi máquina de coser, pero que sí debía llevar telas, reglas y una buena tijera afilada para cortar.
Haciendo un análisis retrospectivo, creo que me sentía muy insegura y nerviosa de ir sola, así que llamé a mis cuñadas para que también se inscribieran. Durante cinco meses, las tres íbamos juntas a las clases de corte y confección todos los lunes y los jueves.
La profe nos enseñó desde cómo enhebrar una aguja hasta cómo hacer un vestido corte princesa en la vieja máquina de coser Singer que había en el centro de capacitación.
Mientras esperábamos el turno para usar la máquina, la profe nos tenía ocupadas descosiendo lo que habíamos cosido en la clase anterior: "Descosa bonito, para que vuelva a hacer bien", nos decía.
De deber teníamos que hacer lo que no terminamos en clases, pero a mí se me rompía la aguja, ponía al revés el hilo y mi máquina se tragaba la tela.
Entonces, la Yoli –mi ángel de la guarda– me daba haciendo la tarea. Como ella es costurera de profesión, mientras ella cosía, yo arreglaba la casa.
Los deberes que llevaba a la clase eran perfectos. Los trabajos que hacía en clase eran un fracaso.
A La Amalia, mi hija, le hice un vestido blanco divino, pero el rato que se lo puso me di cuenta de que le había cosido también hasta las mangas.
Pero lo más lindo de mis clases de costura fue el encuentro con otras mujeres. Cada una contaba su realidad.
Juana trabajaba limpiando una escuela. Éramos igual de torpes y no parábamos de reírnos, porque no entendíamos lo que había que hacer, ni cómo era de hacer.
Mireya era la mejor alumna y la más simpática. En esa época, tenía 38 años y era abuela de tres niños de los que se hacía cargo. Quería aprender a coser, porque su sueño era trabajar en un taller como asistente de costura.
Era impresionante cómo se esforzaba por aprender. Llevaba un cuaderno nuevo a cuadros y anotaba todo con una letra perfecta. Los títulos los escribía en rojo y el resto en azul. Yo le pedía su cuaderno para poder copiarle, porque me resultaba imposible cortar la tela, sujetar el alfiler y tomar apuntes al mismo tiempo.
No sé cómo hacían las otras compañeras. Mi cuñada sacaba una foto del pizarrón y luego la imprimía para poner esas hojas en su carpeta morada, pero yo no entendía la letra de la profesora. Prefería pedirle ayuda a Mireya.
Gloria era otra de mis compañeras, y le quería mucho. Preparaba comida para los maestros de construcción y nos contaba que se levantaba a las 04:00 de lunes a domingo, para cocinar.
En octubre cumplimos años las dos – yo 35 y ella 48–. Nos hicieron una fiesta sorpresa. La profesora cantó pasillos, y nos dedicó una serenata. Nos llevaron una torta y muchas golosinas para compartir.
La señora Martha era la mayor de todas y era la que menos hablaba. Solo sabíamos que tenía un puesto en el mercado.
Aprendí más de estas mujeres que de corte y confección. Durante mis clases, aprendí a hilvanar historias, a coser otras realidades, a medir sonrisas y a bordar recuerdos.