De la Vida Real
El jucho de capulí de Elvira
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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El primer bocado me recordó mi infancia. Estaba sentada sola en el comedor de la casa de mis abuelos a la espera del postre que se estaba preparando. Me acuerdo que Elvira, la empleada de esa época, me servía este postre calentito en una taza seguida de esta frase:
-Niña Valen, no se irá a tragar las pepas, que luego le han de crecer árboles en las tripas.
Y yo, aterrada, comía con mucho cuidado y saboreaba cada bocado.
Nunca hasta hoy supe pronunciar el nombre de este dulce, pero me aprendí la receta de memoria.
Primero, hacía un almíbar con panela, canela, pimienta dulce, clavo de olor e ishpingo. Con una cuchara de palo, lo mecía y le ponía un poco de agua saborizada en la palma de la mano. Con la boca aspiraba y decía:
-Le falta dulzor. Le voy a echar azúcar blanca nomás. Pero no le irá a decir a su abuela. Aquí va el toque secreto, pero no irá a contar.
Agarraba el tarro de vainilla y le ponía un chorro chiquitito.
Elvira no era una empleada muy alhaja, pero tenía un encanto que me hipnotizaba. Narraba con lujo de detalle todo lo que hacía en la cocina. Yo entraba y le oía decir:
-A esto le falta más sal. La señora quiere que cocine sin sal por la presión alta. Pero no voy a cocinar simple. Luego me han de criticar.
Y veía que ponía miles de condimentos.
Mis abuelos se jactaban de que en su casa se comía sanísimo. Yo sabía que esto no era tan cierto. Elvira hacía el canguil con mantequilla y aceite y ponía un cubo de sabor. O sea, de sano ese canguil no tenía nada.
También al arroz le agregaba su truco. Cuando ya estaba listo, le echaba cinco cucharadas de manteca de chancho. Nunca he vuelto a comer un arroz tan rico. Le ponía dos cucharadas soperas extra de sal –junto con un limón exprimido–.
Gracias a sus narraciones, supe que el limón hace que el arroz salga blanco.
-Blanco como la nieve que no conozco- decía en voz alta.
Me sentaba en un banquito que ella tenía. Me quedaba callada, porque amaba verla en acción y oírle. No me hablaba a mí. Me daba en un plato hondo un poco de arroz con queso:
-Pruebe, niña, pero luego no dirá que no quiere almorzar.
Y yo, feliz, comía con cuchara de sopa.
Todos estos recuerdos olvidados me vinieron de repente. Y ese primer bocado hizo que viajara al pasado.
Nunca me había fijado en que no tengo idea de cómo era el piso de la cocina de la casa de mis abuelos, ni el mesón, ni el techo. Mucho menos la alacena.
Vagamente, recuerdo que era una cocina larga y oscura. No recuerdo nada más. Pero sí a Elvira, quien tenía pelo corto, lentes gigantes y un delantal estampado con una foto de Frida Kahlo.
De los comedores me acuerdo a la perfección. La casa de mis abuelos tenía dos: el de diario y el elegante. Yo amaba el de diario.
Estaba afuera de la cocina. La mesa era de madera oscura y tenía un poyo bajito donde nos sentábamos a un lado, y las sillas estaban al otro lado. Era lindísimo: había una jardinera y también una refrigeradora traída de un barco francés.
Elvira ponía en la mesa unos individuales anaranjados y otros celestes que los limpiaba con tres litros de cloro. Tenían un olor a limpieza que apestaba.
Sobre esos individuales, ponía una taza, un plato y una cuchara de sopa. Y me gritaba:
-Niña, traiga, traiga la taza para ponerle el jucho.
Era un postre delicioso de capulíes, con duraznos cocinados en almíbar de panela, azúcar y especias. El sabor era ácido y dulce a la vez. Esa fusión, junto al aroma del ishpingo, era una delicia.
Mis abuelos se cambiaron de casa, Elvira se fue y nunca más volví a probar ese dulce tan espectacular, hasta que el otro día la Yoli –mi ángel de la guarda– me trajo un tazón gigante de jucho.
En realidad, no me lo trajo a mí, sino a mis hijos:
-Niña Valen, no se acabará, porque quiero que mis niños prueben. Usted jamás les hace estos postres sanos. Puro químico les da a mis guaguas. Por suerte, ya me deja hacerles sopas.
Mientras le oía sus quejas, me acabé la tarrina. Y fui volando a comprar panela, capulíes, duraznos, esencia de vainilla y especias, me olvidé del ishpingo.
Y sí, mi casa hoy huele a infancia, y mis hijos no han parado de comer este potaje del recuerdo.