Con Criterio Liberal
Jornadas nacionales de 'la queja' en Colombia
Luis Espinosa Goded es profesor de economía. De ideas liberales, con vocación por enseñar y conocer.
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Desde el 21 de noviembre han sido días muy complicados en Colombia y los he vivido en Bogotá.
He visto muchas cosas. Lo primero y más numeroso que vi fueron los 'rolos' haciendo fila en las paradas del Transmilenio a primera hora de la mañana del jueves para poder llegar a sus trabajos, pero los manifestantes se lo impidieron cortando las vías.
El viernes 22 se interrumpió el servicio de Transmilenio y hubo riadas de bogotanos andando por las vías durante horas y horas para poder llegar a sus casas. No podemos obviar que esta fue la realidad de la mayor parte de los ciudadanos, los que quisieron trabajar, no los manifestantes (pacíficos o violentos).
También viví grandes manifestaciones muy cívicas, y es digno de destacar las imágenes de los propios manifestantes frenando a quienes iban encapuchados o hicieron destrozos. No se puede reclamar que es algo pacífico si se marcha junto a encapuchados, o si se tolera o justifica a quienes actúan de manera violenta.
Y eso muchos de los colombianos que se manifestaron intentaron diferenciarlo, aunque continuar con las caceloradas mientras había toque de queda y en otras zonas de Bogotá se asaltaban casas, hace dudar de la real intención y solidaridad de quienes se sumaban a ellas.
Por último, en la noche del jueves y del viernes, los altercados violentos fueron sofocados la Policía, incluso con un toque de queda el viernes por la noche. Una medida drástica de gran repercusión, pero al parecer que necesaria para mantener el orden en la ciudad donde se estaban registrando saqueos, cortes de vías y hechos violentos.
El problema es que el coste de ser violento en las manifestaciones es muy bajo. Son pocas las probabilidades de ser detenido y si alguien lo es la sanción no suele ser tan alta. Y peor aún, entre el grupo social de “los subversivos”, el hecho de ser detenido aumenta el prestigio dentro del grupo.
No solo no se penaliza socialmente con la suficiente contundencia el uso de la violencia en las manifestaciones, es que hay subgrupos sociales que premian esta práctica.
Lo paradójico es que no queda nada claro por qué se produjeron tantas y tan concurridas manifestaciones en Colombia. Y esa es una de las claves de su éxito; no había nada concreto, ninguna propuesta articulada común.
Por tanto cada uno puede protestar por lo que se le antoje. Todos tenemos muchos motivos para quejarnos, quejas en general y contra el gobierno en particular. Si nos piden que nos manifestemos “contra el gobierno” o más ambiguo aún, “contra el modelo”, seguro que cada uno encontrará motivos (distintos) para hacerlo.
Había también un cierto efecto imitación, si los jóvenes colombianos o las izquierdas que creen en “la revolución” ven que en Ecuador, en Bolivia, en Chile o en Haití están saliendo a las calles, quedarse en la casa parece poco “heroico” y poco “comprometido”.
Y también parece que puede haber una cierta coordinación internacional, a juzgar por los detenidos en distintos países, y por el apoyo recibido por los organizadores. Habrá que investigarlo aunque será complicado esclarecerlo.
Es imperativo comprender lo que está ocurriendo en América Latina, donde se une un cierto desencanto de la clase media, tras años de crecimiento económico paupérrimo, a aquellos violentos que a la mínima ocasión muestran su barbarie apenas ocultada bajo pátinas de civilización (y eso a pesar de que muchos van a la universidad); y políticos irresponsables que quieren aprovecharse de cada ocasión para desestabilizar.
Hay que dejarlo claro: todo lo que sea aprovechar o alentar las quejas sin proponer soluciones concretas es una irresponsabilidad. Y demasiados políticos en América Latina son irresponsables. Creo que es el momento de señalarles con nombres y apellidos y mostrarles, con el voto y el reclamo, que su actitud es deleznable.
Hay que pensar en las soluciones. Una de las claves es reivindicar la democracia. Con sus defectos y sus virtudes.
La realidad democrática es prosaica y limitada, hay que elegir cada cuatro años a los representantes y hacer pactos para la gobernabilidad. Hay que debatir tediosas leyes, y casi nunca se llega a soluciones ideales para nadie, sino plausibles para muchos.
Una de las claves de la democracia es protestar contra el gobierno. Pero eso sí, la protesta ha de ser pacífica. Si no se deslegitima.
Pero protestar por protestar, sin más articulación que una queja, es de poca utilidad, para cambiar algo hay que hacer propuestas concretas y es en las elecciones donde se dirimen qué propuestas tiene mayor apoyo y serán las que se intentarán implementar.
Tras días de protestas en Colombia, las personas reclaman mejor educación, mejores pensiones y mejores condiciones de trabajo, pero no dicen cómo se quieren pagar o qué modelo quieren implementar.
Y a estas reivindicaciones se suma un mejor servicio de transporte urbano u obras en municipios concretos, el apoyo al proceso de paz, o la defensa de los tiburones, “generar conciencia” y que “Duque escuche”, aunque más allá del ruido de la cacerolada, no queda nada claro qué mensaje debería escuchar.
Lo relevante para cambiar algo es proponer una solución, y en democracia la solución es común. No a través de manifestaciones del “día nacional de la queja en general”, y mucho menos cuando hay amparo o connivencia con la violencia, así sea la que supone impedir a miles y miles de bogotanos ir o volver de su trabajo. Muchos más de los que se manifiestan, dizque en nombre de “el pueblo”.