El Chef de la Política
Huevos presidenciales
Politólogo, investigador de FLACSO Ecuador, analista político y Director de la Asociación Ecuatoriana de Ciencia Política (Aecip).
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No son duros, ni tibios, ni revueltos. Se presentan sin mayor forma, con textura desalineada y esencialmente insípidos. Sin sal, ese es el detalle. Los huevos presidenciales no tienen sal. Les falta ese cloruro de sodio ficticio al que la ciudadanía de antaño, en la alicaída capital de los ecuatorianos, llamaba 'sal quiteña'.
Esa picardía, manejo del lenguaje corporal y vivacidad que a unos llevaba a la risa, a otros al espanto y a muchos también al rubor. Claro, al rubor. Al sentimiento de vergüenza ajena aparejada al enrojecimiento del rostro, tan propio de sociedades conservadoras y apegadas a las formas y los formalismos como lo fue y sigue siendo la comarca quiteña.
Pero en este caso, los huevos presidenciales no alcanzan para la risa, tampoco para el espanto y ni siquiera para el rubor. Esos huevos no desatan pasiones de ningún tipo porque no tienen aureola, ni condimentos, ni presentación en tiempo y forma.
Cuando se habla de huevos, como cualquier amante de la cocina conoce, hay que saber en qué sartén se los coloca, a qué temperatura se los cuece y el momento exacto en que hay que llevarlos al plato.
En la política esos huevos deben tener algunas particularidades, aunque no apartadas del todo del maravilloso mundo de la cocina. Para colocarlos en el debate, la sartén del escrutinio público, es necesario crear un ambiente propicio para aquello y hablar solamente de eso, de los huevos, de su uso y de las emociones que se desea despertar entre la ciudadanía.
Por eso es que, si en el mismo sartén se mezclan huevos, carne, pollo y fideos, al final la discusión terminará difuminada entre los que se fijaron en la apariencia de los productos y los que optaron por comentar sobre los sabores.
Hay, por tanto, en materia de huevos, que fijar mensajes unívocos, claros, potentes y en el momento justo. Los huevos presidenciales no siguen esa tradición. Por eso es que no todo el mundo habla de ellos en el mismo sentido.
Por eso es que no hay una idea clara de cuál fue el objetivo que se deseaba alcanzar entre la ciudadanía. No es culpa de los huevos, la responsabilidad es de quien los cocina o de quien asesora al cocinero.
En este punto ya nadie sabe si la receta de juntar huevos y todo lo demás es por consejo o por personalísima voluntad del hacedor de huevos.
Pero incluso cuando los huevos se preparan siguiendo los cánones establecidos, hay que tener presente otro detalle: tienen que ser cocidos de tal forma que la población crea lo que dice el autor de la receta.
Ahí ya no es un espacio que se resuelve en el sartén ni en la cocina, por más lujosa y sofisticada que esta sea. Se trata simplemente de credibilidad ciudadana. Más aún, se trata de carisma y capacidad de interpelar al pueblo.
En el momento en el que los huevos están en lo alto del discurso, la gente tendría que vitorear, enjugar lágrimas, aclamar.
Si los huevos no provocan eso, si la 'sal quiteña' no está presente y eso es algo que simplemente no se puede adquirir, entonces hay que ser cauto, consciente de las limitaciones y dedicar el esfuerzo de la cocina hacia otro tipo de platos que, pueden ser igual o más deliciosos, y que no requieren para su cocción de la intuición natural para seducir a las masas.
Dadme un balcón y seré presidente no era solo una expresión de desapego del cinco veces visitante de Carondelet, sino además una declaración de que esos huevos presidenciales causaban furor y convencían a las multitudes.
Otro detalle que debe tomarse en cuenta cuando de huevos presidenciales se discute y, sobre todo, cuando se los quiere lanzar en la cara del oponente, es que el otro, el que va a recibir la andanada de grasa y demás materiales, no esté en la capacidad de devolver el favor con igual o mayor fuerza.
Por eso es que, cuando se trata de lanzar los huevos, hay que detenerse a pensar ¿quién es mi contrincante? Y, sobre todo, si vale la pena entrar en esa ardua tarea de tirar no solo los huevos, sino también la sartén, la cocina y cuanto pertrecho aparezca por el lugar.
Hay que dar las luchas que se pueden ganar y hay que dimensionar bien a los contrincantes, dice un viejo paradigma político.
Otro, más reciente, señala que la política requiere la identificación de un 'otro', un referente contra el que se puedan generar la disputa por el poder y los espacios de decisión, aunque para ello se necesita que ese 'otro' esté dispuesto a asumir dicho rol.
Cuando de huevos presidenciales se trata, ninguna de las dos ideas parecen haber sido examinadas pues, al final del día, ni se ha salido bien posicionado del enfrentamiento ni se ha creado un legítimo contradictor de la política. No solo eso, la receta de los huevos presidenciales va perdiendo espacio en el apetito de los comensales.
En política es necesario potenciar las virtudes y asumir las debilidades. Cuando no hay carisma, el discurso de barricada termina propiciando efectos contrarios a los que se buscaba.
Cuando el oponente es fuerte en determinados temas o aspectos, tratar de atacarlo por esos flancos no solo puede llevar a la derrota sino al escarnio público. Cuando se trata de colocar un referente de lo que no es un gobierno, como los pelucones en su momento, hay que buscar los medios para construir ese opositor, que no necesariamente es una persona. Puede ser una idea también.
Cuando se omiten unas cosas y otras, al igual que en la cocina con los consejos de la abuela, los huevos presidenciales terminan así, raídos, sin color ni forma y sobre todo sin sabor.
Sin ese sabor que da la 'sal quiteña' y que no pertenece solamente a la capital, sino a quienes nacen con estrella, como decían los antepasados.