Las prácticas sexuales de las/los quiteños
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Es sabido que la política coyuntural atrae mucho más lectores que los temas culturales en las columnas de opinión. Pero hay un asunto que le gana a la política: el sexo.
Con mayor razón si se trata del sexo practicado en las faldas del volcán Pichincha desde los tiempos del incario.
Este es el ambicioso tema que abarca –con erudición y mucha documentación, pero también con gracia, con cientos de anécdotas picantes y rumores no desmentidos– Javier Gomezjurado en su libro ‘Amor y sexo en la historia de Quito’, que va por la segunda edición.
Sorpresa causó a los españoles la liberalidad de las costumbres sexuales en el incario, donde la homosexualidad, por ejemplo, era frecuente.
Además, contrariando el mito del comunismo original, en esa sociedad altamente jerarquizada e imperial era la casta dominante, sobretodo, la que practicaba el concubinato.
Luego fueron los españoles de toda laya, incluyendo los clérigos, quienes se dedicaron con brutalidad a desflorar doncellas, violar a las casadas y disponer de muchas mujeres.
Avanzada la Colonia, viajeros europeos dejaron testimonio de una Quito libertina. Contra el aire de páramo y el peso diurno de tantas iglesias, en los fandangos nocturnos se bebía en exceso y se desataban las pasiones carnales sin mayores miramientos.
Los espías de la Corona, Jorge Juan y Antonio de Ulloa, constataron que el concubinato era tan habitual que si un forastero no se amancebaba era mal visto y cuestionado.
Llegado el 1800, Gomezjurado narra con mas detalle las aventuras eróticas de las/los héroes de la Independencia, empezando por la ambigua relación de Humboldt con Carlos Montúfar, denunciada por el sabio Caldas, quien los trató de licenciosos y amanerados.
En la galería femenina aparecen, por supuesto, Manuela Cañizares, Josefa Tinajero Checa y María Ontaneda. Y están las compañeras de los generales, encabezadas por Manuela Sáenz.
En ‘Argentina con pecado concebida’, estupendo ensayo sobre el mismo tema, Federico Andahazi incluye a la guayaquileña Rosa Campusano, la amante de San Martín.
Y apunta que “el modo en que ejercieron el poder muchos de nuestros próceres solo se comprende a la luz de la forma en que ejercieron el sexo”.
Sin duda, pero la liberalidad propia de los tiempos de la Independencia se fue opacando y la sociedad andina se volvió curuchupa.
Por eso, anoto yo, la figura que mejor representa la sexualidad quiteña hasta bien entrado el siglo XX es la del cura amancebado, pues condensa el sexo como pecado, el desacato de las normas y la hipocresía generalizada.
Con afán enciclopédico, rozando las diversas aristas del tema, Gomezjurado avanza hacia el siglo XXI. Con fragmentos de obras y coplas populares, incluye un interesante capítulo sobre las expresiones del erotismo en la literatura y el arte.
También nos hace acuerdo del legendario cine Hollywood donde los quiteños acudían, tapándose la cara, a ver clásicos de la pornografía tales como ‘Garganta profunda’.
Quizás los más destacable de la obra sea el enfoque liberal y sobrio de asuntos tan peliagudos como los amores de los presidentes, la sodomía, el adulterio, la prostitución, el aborto semiclandestino y los juguetes sexuales.
Gomezjurado remata su turbulento viaje con una frase del novelista Henry Miller: “lo que sostiene al mundo son las relaciones sexuales”. Ustedes dirán.