Una Habitación Propia
El pilar profundísimo que sostiene a las ciudades
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
Actualizada:
Una familia a la que quiero muchísimo está haciendo las maletas para irse del país. Tan cercanos son a mi corazón que cuando a diez mil kilómetros me preguntan por Guayaquil primero pienso en mi mamá y luego en ellos.
Se marchan o, lo que es lo mismo, no van a vivir en la ciudad que compartimos.
"El tiempo pasa, nos vamos volviendo viejos, el amor no lo reflejo como ayer", cantaba el fallecido Milanés, con todo el conocimiento de los mecanismos del apego.
Es así, la vejez, su cercanía, nos vuelve más secos, como si nos estuviéramos despidiendo cada día un poco más de esa adolescente sentimental que fuimos, esa que todo lo sentía en carne viva.
Cambiar de piel por una más dura, como los reptiles, animales de sangre fría.
Cambiar de piel por una más dura, preparándose para dolores inimaginables.
La mudanza de la familia de la que hablo mueve muchas más cosas que la despedida en concreto de un afecto concreto: mueve el mapa de Guayaquil.
Cosa seria cuando algo te mueve el mapa de tu ciudad dentro del corazón.
Este 2023 cumpliré veinte años de vivir fuera de mi tierra, "veinte años no es nada", dice el tango, pero burlándose, pero en plan irónico, porque veinte años es todo. Todo, por dentro, por fuera, de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba, cambia en veinte años.
He cambiado de piel innumerables veces durante estas dos décadas, pero siempre ha estado ahí una cosa segura: que en Guayaquil me esperan mi madre y esa familia adorada.
Es decir, mi hogar.
Luego está todo lo demás que hace de la ciudad de una la ciudad de una: los hermanos, la familia, mi otra Madre y nuestra Mati, el caos, las frutas, los amigos y amigas, el calor, la cercanía de la playa, los patacones, el Río, el acento, la ternura, la gracia, los que te conocieron cuando aún no habías cambiado de piel, el olor a hierbita al mediodía en toda la casa, la Bahía y su caos navideño, un ceviche bien hecho, el heladero, el afilador de cuchillos, el de dos cocos a un dólar.
La vida vidísima que es esta ciudad de mierda y de maravilla.
De estupefacción, euforia y miedo. Y tuya, carajo, tuya como tu madre.
El tiempo pasa, decíamos, y veo a mi mamá envejecer cada vez que vengo. Un año es mucho tiempo para los niñitos y los mayores: cambian completamente. Sé que en cada viaje encontraré a una señora cada vez más anciana, más achacosa, más necesitada de ayuda, más dependiente y menos, menos y menos a la chica jovencita que me enseñó a caminar.
El cambio de piel en los demás.
Un día no muy lejano seré yo la que le coja las manitos para que camine.
El tiempo pasa y pasará y sé que un día, porque así es la vida, porque la pérdida es inevitable, mi mamá ya no estará ni en Guayaquil ni en ningún lado (aunque en el fondo de mi maldito corazón incrédulo pido que exista un cielo precioso para ella donde se encuentre con mi Papapancho, su papito querido).
Cuando no esté mi mami, tampoco estará la familia que está mudándose de país.
¿Habrá Guayaquil entonces?
¿Habrá hogar entonces?
Me he endurecido durante estos veinte años de emigración, mucho, inimaginablemente, pero al pensar en la ciudad, en Guayaquil, en mi ciudad amada y odiada y amada, sin esos amores siento como si me abrieran el pecho y me dejaran el corazón en la tierra, a merced de cualquier destrucción.
Nada es más doloroso que perder la patria, que es la madre, que es la pertenencia.
La matriz, la matria.
Esa familia que se va es otro útero, distinto, pero igual de cálido y amoroso, donde he crecido y he visto crecer a unos niños en quienes pienso, inmediatamente, después de pensar en mi mamá, en Mechita, cuando oigo la palabra Guayaquil.
Ellos y ella son mi tierra: el pilar profundísimo que sostiene a esta ciudad, el amor que la hace propia.
Que el viaje sea hermoso, familia querida, y que el hogar aparezca siempre, magia dulce, cuando estemos juntos en una cama inmensa comiendo chocolate y viendo películas de terror.