Cambio de Rueda
Mi hijo dice que, si yo fuera borracho, sería igual a Rick, el de Morty
Actor, escritor, director y profesor, cofundador del grupo Muégano Teatro y de su Laboratorio y Espacio de Teatro Independiente, actualmente ubicado en el corazón de la Zona Rosa de Guayaquil. A los cinco años pensaba que su ciudad era la mejor del mundo,
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Y ese ha sido uno de los mejores piropos de mi vida, con todo y que inmediatamente después agregara: “…en un sentido, papá, sólo en un sentido: tú no eres un genio”.
No sé si todxs conocen ya “Rick y Morty”, el alucinante pastiche postmoderno que abreva lo mismo de “Volver al futuro”, “Así habló Zaratustra” y un larguísimo etcétera.
Tal vez deban alejarse de ella quienes amen el tedio de “Stranger Things”, cuya mercadotecnia de la nostalgia apuntala el orden social conservador, mediante su cansina y tranquilizadora reiteración de los lugares comunes de la historia, el drama y la política.
En las antípodas de todo eso, “Rick y Morty” plagia, reelabora y cuestiona a su propio dispositivo: la ficción, el poder, la ciencia y la familia, para preguntarse sobre las condiciones materiales, en el presente y el futuro, de la identidad, la lealtad y el afecto.
Un querido amigo, joven biológicamente y viejo por la generosidad con que profesa y propaga conocimientos y experiencia entre sus estudiantes de secundaria, afirma que Rick ya dejó de ser un personaje de referencia para el nihilismo, y se convirtió en un filósofo nihilista en sí.
Por supuesto que nihilista es una mala palabra para la derecha y la izquierda, sobre todo para la más tartufa y burocrática, en tanto piensa y expone con agudeza límites, desesperanza y ciertos sin sentidos de la lucha y la militancia, ese artefacto cuyo verbo, militar, tanto significa.
Y sí: “Cuentos de la ciudadela”, episodio 3 de la temporada 7, obra de arte superior a casi todas las pelis candidatas al Oscar (tal vez exagero, pero recuerden lo dicho por mi hijo), puede sumir a tu cuerpo en un desasosiego a la altura de Pessoa, Shakespeare o Beckett.
O bien, en una pirueta Show de los Muppets, que fue la manera de responder de mi hijo al preguntarle, atónito y preocupado, qué pensaba y sentía de una crítica tan demoledora y fuerte. Pirueta que venía a representar a una especie de emoticón de MAGNÍFICA.
“O sea, la primera vez que la vi, me quedé así (cara de “El grito”, de Munch); la segunda, así (cara de cero); la tercera, así (cara de cero coma cinco), y esta, que es la cuarta, así (sonrisa de oreja a oreja). Por eso quería verla contigo”.
Y tras preguntarme qué pensaba yo, agregó: “no entiendo por qué la mayoría de padres permiten a sus hijos jugar FORTNITE y no ver ‘Joker’ o ‘Rick y Morty’”.
Mi hijo tiene 12 años, pero no ha tenido que llegar a la preadolescencia para decir o pensar cosas como “si fueras borracho serías como Rick, en un sentido: tú no eres un genio. Los genios, dice el propio Rick, para poder serlo, necesitan renunciar a todo afecto y sentimiento”.
Amo admirar a mi hijo, en el sentido más concreto y corporal del término. Dejarme asombrar por sus inquietudes y necesidades me parece la condición sine qua non para mi tarea fundamental: cuidarlo, despliegue de mi placer más intenso, amarlo.