Firmas
Un hada en el bosque
Abogado y escritor. Ha publicado varios libros, entre ellos Abraza la Oscuridad, la novela corta Veinte (Alfaguara), AL DENTE, una selección de artículos. La novela 7, además de la selección de artículos Las 50 sombras del Buey y la novela 207.
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Susana es una señora sensible y generosa que ayer me invitó a su casa. No consigno su apellido porque me dijo que no le gusta salir del anonimato. Su casa, al pie del Ilaló, es el perfecto resultado de haber transformado un antiguo establo en una casa de aquellas en las que quisieras quedarte viviendo para siempre.
“No me gusta la fama, ni salir en noticias como tú”, me cuenta al explicarme su deseo de silencio.
“No se pueden contagiar las buenas acciones si las mantenemos en secreto”, me explico y me quedo pensando si seré un vanidoso nomás.
El jardín alrededor de la casa es un pequeño oasis donde el zumbido de las abejas se mezcla con el rumor que sale de la Ruta Viva. Dos perros negros corretean y varias docenas árboles y orquídeas crecen protegidos y en silencio. Un Edén.
Ella ha llegado a enterarse de mi existencia gracias a que compartimos el gusto por sembrar árboles. Y ayer me contó su historia con los ceibos y los guabos.
Riendo me dijo mientras tomábamos vino en su cocina, junto a mi esposa, que sus hijos, ya todos profesionales, la han bautizado como “subversiva ecologista urbana clandestina”. Comimos galletitas. Cosechamos unos frutos y jugamos con sus perros. Una de ellas se llama Mora, el otro, uno viejito, no me acuerdo.
Conoce el Ilaló desde que era niña. “Me subí a todos los árboles que te puedas imaginar”. Y hace unos años, se tomó de la mano de sus amigos y parientes para llorar la tala de todos los árboles que tuvieron que morir para la construcción de la Ruta Viva. Especialmente le dolió la caída de una ceiba gigante, de esas que lanzan flores rosadas y que se demoran docenas de años para emerger solitarias en algún lugar.
Entonces, recogió semillas del árbol talado. Cientos de semillas. Y acunándolas en el propio algodón de la planta, logró germinar 200. Y ahora los siembra, por aquí y por allá, todos cerca de donde murió la ceiba madre.“Cuida estos árboles. Estos árboles son hijos de los árboles que antes vivían en lo que hoy es la Ruta Viva. Protégeles, dan vida y frutos para los pájaros y los niños…”, rezan sus letreros que van junto a ceibas, aguacates, guabos.
“Calladamente los he sembrado”, cuenta en un libro pequeño que ha escrito contando parte de su historia al pie del Ilaló.
“Yo quiero que Tumbaco vuelva a ser el valle de los Guabos”, dice entrecerrando los ojos. “Y a tus ceibos no les pongas mucha agua, porque pierden las púas de sus troncos y crecen mucho más lento”, me explicó, mientras nos daba un tour por su jardín y sus almácigos, que si se pudiera, los escucharíamos cantar.
Justamente ese librito fue el regalo que me prometió. Y salimos de su casa, horas después de haber llegado, con la noche dominando las hojas que ahora se veían todas negras y latiendo. Salimos con las manos llenas y el alma estallando, mi esposa y yo, enamorados de esta hermosa habitante del volcán. Necesito volver pronto a su casa con un ramo de flores. O una flor en maceta. Creo que le preguntaré.