De la Vida Real
Guayaquil de mis amores y mis alegrías, tu dolor es mi dolor
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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A pesar de las múltiples críticas que he recibido de parte de mis amigos guayaquileños, no concibo comer encebollado sin canguil. Los chifles pueden faltar, pero el canguil jamás. Lo como siempre en un restaurante cerca de mi casa, en Conocoto, que se llama el Rincón del Guayaco. Es uno de mis lugares favoritos. Ahí me enteré que el seco va sin papas. Me sentí estafada.
Mi abuela, que era quiteña casada con un guayaquileño, siempre le ponía al seco de pollo dos pedazos de yuca y dos papas por plato. Esa receta llegó a mi casa y así me crié. Siempre que hago el seco de la abuelita, este debe tener todos los ingredientes: si no hay papas, no hay seco; y si no hay yuca, se descarta ese plato.
Soy de Quito, pero mi apellido pertenece a Guayaquil. No tengo idea de parentescos, y es algo que no me importa en lo más mínimo. Cuando me preguntan qué soy para el expresidente León Febres Cordero, contesto con la verdad: no tengo idea.
Lo que sí tengo claro es que mi abuelo era de allá. Dicen que era un hombre encantador, y eso le venía por Febres Cordero. Lo guapo y elegante le venía por Carbo. Crecí con un abuelo al que no conocí, pero que está presente en cada conversación, en cada anécdota, en cada comida. Mi abuela lo llamaba “mi Monito”, siempre refiriéndose a él como un ser maravilloso, y eso, decía ella, le venía por ser guayaquileño.
No he ido mucho a la Perla del Pacífico, pero la amo profundamente. La amo porque una parte de mí pertenece allá. Conozco Guayaquil gracias a Twitter. De ahí he sacado los mejores chistes. Tienen un humor maravilloso que me hace reír a carcajadas.
Sé que hay regionalismo. Lo he vivido mil veces por mi apellido, pero cuando se enteran que soy de Quito la sonrisa nos une.
La poca importancia que doy a la historia de mi ascendencia les sorprende, pero inmediatamente todo se olvida cuando empieza la conversación. Total, somos del mismo país. Tenemos el mismo idioma, aunque allá al esfero le dicen pluma y a las guaguas les dicen bebes (así, sin tilde). Nos entendemos a la perfección.
Guayaquil me ha dado puras alegrías y me ha llenado de orgullo. No soy directamente de allá, pero hasta cierto punto sí. Aunque de corazón soy del Deportivo Quito, cuando gana Barcelona me emociono en silencio. Odio el fútbol, pero no puedo evitar cierta empatía camuflada.
Guayaquil ahora no necesita pugnas ni politiquería. En estos momentos no necesita reclamos ni más reproches y no necesita ser señalada con el dedo. No, Guayaquil nos necesita a todos ahora, a todo el Ecuador unido, a políticos, que, aunque ideológicamente estén en desacuerdo, tienen que ponerse de acuerdo para buscar una solución.
Guayaquil necesita unión, fuerza de todo un país, porque ellos son el centro ahora, como en el terremoto de 2016 lo fue Manabí.
Cuentan que lo que más admiraban de mi abuelo era su orgullo de ser guayaco, y eso lo heredamos todos nosotros, un orgullo profundo de que Guayaquil pertenezca a Ecuador.
Vi, por Twitter, que indígenas de Colta enviaban un camión lleno de hojas de eucalipto para que la gente de allá se cure. Tal vez ese sea el remedio, tal vez no, pero la intención es la que cuenta. La intención de hacer algo por el otro.
Sé que muchos me critican porque soy nacionalista, pero sí, soy extremadamente ecuatoriana. Amo las fusiones que este país me ha permitido, nos ha permitido. Y creo firmemente que comer encebollado con canguil es una delicia universal.
Y también creo que haber tenido un abuelo guayaquileño me permite decir que soy la mitad de allá, aunque la gente, que ama dividir y fraccionar todo, siempre me dice que no es la mitad, sino una cuarta parte nada más.
Pero eso no importa, porque ahora ante la arremetida del coronavirus puedo imaginarme su dolor. ¿Si fueran mis papás? ¿Y si fueran mis abuelos? ¿Y si fueran mis parientes? ¿Si fuera yo? Y siento su dolor.
Esa desesperación la siento como propia, porque en el fondo es propia. ¿Qué hago? ¿Cómo ayudo? Y la impotencia del encierro me carcome por completo.
El otro día, me enteré de que el restaurante Rincón del Guayaco está cerrado. La dueña se fue a Guayaquil a pasar un fin de semana antes de la cuarentena y ya no pudo regresar. Sin embargo, confío que pronto volverá a abrir su local, y cuando se termine todo esto volveré a comer un delicioso encebollado con canguil, por supuesto.