De la Vida Real
Guachalá, entre recuerdos, olores y travesuras
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Abrí la puerta y me topé con la piscina. De repente me vino un recuerdo de hace más de 30 años. Estaba con mi papá en el agua, él me cargaba en sus brazos y me decía: "Sapito, sapón, ponte calzón", a lo que yo contestaba: "No puedo papito, porque soy pipón".
Y mi Pá me lanzaba lejos. Para mí no podía existir mejor juego.
Una voz me interrumpe el recuerdo:
-Má, ¿nos podemos meter?
Mis hijos entraron a la piscina y jugaron entre ellos. Me di cuenta de que regresé al lugar donde fui feliz. Y ahora podía compartir ese pedazo de pasado con mi familia del presente.
En Guachalá, desde hace algunos años, mi tío Diego hizo hostería a la hacienda más antigua del Ecuador. Y fue ahí donde aprendí a montar a caballo, comí por primera vez sopa de cebolla al estilo francés y supe que el viento asusta más que los fantasmas.
El fin de semana pasado mi prima Gabi y su esposo Cristóbal nos invitaron a almorzar a su casa, que está dentro de la hacienda Guachalá, en Cayambe, el mejor viche de pescado que he comido hasta ahora.
Estaba tan rico que mis hijos se lo acabaron, y eso hay que resaltarlo porque el Pacaí no come pescado, a la Amalia no le gustan las sopas y el Rodri no es amante del camarón. Pero los tres se repitieron el plato. A ese nivel de delicioso estaba aquel viche.
Para bajar la comida fuimos a caminar. Y encontramos semillas de pedo chino, mis hijos no sabían que existían y yo me había olvidado. En una piedra y con babas, hicimos la magia del olor y les contamos una anécdota: "En nuestra época poníamos estas semillas en las aulas y los profesores tenían que suspender las clases porque el olor era insoportable".
Mi prima Gabi me dijo: "¿Valen, te acuerdas lo libres que éramos? Nuestros papás se sentaban a la conversa en la sala de la casa y nosotros, con tu ñaño y el mío, montábamos caballo el día entero, íbamos a la laguna y cuando teníamos hambre o frío regresábamos a la casa".
Nuestros hijos estaban atentísimos a los recuerdos que contábamos con mi prima, a pesar de que eran más risas que palabras.
Mi abuela nos llamó a decir que estaba en camino con mi tía y unas amigas. Nos pidió que las esperemos para ir juntas a visitar el reloj del sol, la verdadera mitad del mundo. Mi abuela tenía mucha ilusión de conocer el jardín botánico de pencos que han cultivado con mucho esmero mi prima Gabi y su esposo.
En el instante en que la vi bajarse del auto tuve otro recuerdo. Hace más de 12 años fue la inauguración de este lugar turístico. Mi abuelo y mi abuela estaban sentados en una piedra gigante. Les tomé la última foto juntos. Al poco tiempo él murió.
Me dio nostalgia, pero a la vez sentí paz al ver a mi abuela disfrutar el momento con tanto entusiasmo.
Mi tío Diego nos invitó a dormir en la hostería, pero antes de ir, pasamos por un restaurante típico para tomar chocolate caliente con bizcochos, cosas tradicionales que no puedo dejar pasar.
Mis hijos estaban impresionados de que el queso de hoja viniera envuelto en la hoja de achira, dentro de una funda plástica. "No hay lógica para la ecología", dijo la Amalia, de siete años. Este comentario me descolocó porque yo, a esa edad, solo pensaba en comer, no me fijaba en las envolturas de nada.
En la noche nos instalamos en la habitación M. Mis hijos me pidieron que prendiera la chimenea. Yo, sobradísima, intenté prenderla como lo hacían mi ñaño y mi primo. El truco era hacer una pirámide con los troncos secos y poner hojas de eucalipto, pero del recuerdo no pasó porque ni una chispa se prendió.
El Pacaí puso un tutorial de YouTube y la chimenea se encendió como por arte de magia.
-Oigan niños, ¿qué huele tan feo? Pregunté.
-¿Se habrá roto una tubería? Respondió el Rodri.
-No. Yo boté todas esas semillas que cogimos con la Gabi y las puse en la chimenea para que se prenda más rápido. Dijo Amalia
-Amalia, esos eran los pedos chinos. Le gritó el Pacaí.
-Pero, funcionó. Respondió ella.
Pensé que lo mejor sería cambiarnos de habitación. Me puse a recoger las cosas, pero, antes de seguir ordenando, nos acostamos un rato, a pesar del pésimo olor, y nos quedamos profundamente dormidos.
Nos despertamos con el sol de la mañana. Los niños se pusieron su terno de baño para ir a la piscina. Me acordé que esa misma era mi rutina, abrir el ojo y despertarle a mi papá para entrar al agua.