El golpe que nos marcó la vida
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Las derrotas políticas dejan huellas más hondas que las victorias. A la generación de los años 30, por ejemplo, la afectó profundamente la caída de la República española. A los que eran de izquierda, se entiende, pues la derecha y la Iglesia celebraron la dictadura de Franco con misas y tedeums.
Mi generación, en cambio, quedó marcada por el golpe fascista encabezado por el general Augusto Pinochet y respaldado por los conservadores y un amplio sector de la Democracia Cristiana que se oponía al Gobierno constitucional de Salvador Allende.
Todo monitoreado desde Washington por Henry Kissinger, cuando la política internacional se definía en el contexto de la Guerra Fría, una disputa en la que pesaba muchísimo la ideología.
Así, mientras la Unión Soviética alentaba la expansión del marxismo y financiaba a los partidos comunistas en el Tercer Mundo, EE.UU. enarbolaba el anticomunismo, cuyo brazo armado eran los ejércitos de cada país que entraban en acción cuando la amenaza de la izquierda formal o guerrillera crecía demasiado.
Al ataque externo y la conspiración de la derecha cabe añadir los errores y la división interna de la Unidad Popular, con Salvador Allende en el centro de todo, blanco de todos los ataques y dispuesto a pagar con su vida el fracaso del único gobierno marxista que había alcanzado el poder democráticamente.
En la revista Mundo Diners cuento mis recuerdos de esos meses vertiginosos que viví en Santiago hasta que los setenta y pico de asilados en la embajada retornamos al Ecuador 12 días después del golpe. Ahora deseo responder a una pregunta que me plantearon hace poco: ¿cómo era el juego político y la participación de los jóvenes en esa época?
Lo primero que salta a la memoria es aquello que tanto se añora ahora: la existencia de partidos políticos fuertes, bien estructurados, con ideologías diferenciadas, a las que adscribían sus cuadros.
Básicamente, el Partido Nacional era la derecha; los partidos Comunista y Socialista representaban a la izquierda; y la Democracia Cristiana planteaba una alternativa de centro, reformista, comunitaria, con movimiento de cooperativas y reforma agraria.
Las tres tendencias habían sido sucesivamente gobierno, pero la polarización (en lenguaje marxista “la agudización de las contradicciones”) azuzada por organizaciones extremas de lado y lado, hizo estallar un sistema democrático que había funcionado durante décadas.
Para los jóvenes –a diferencia de estas campañas electorales que los tratan como si fueran unos idiotas que pueden ser conquistados con cualquier ridiculez de Tik Tok– cada partido tenía una sección que formaba y encausaba a su militancia juvenil que era muy importante.
No eran la mayoría, claro, pero mantenía vigencia la idea de una juventud comprometida con ideales, dispuesta al sacrificio para cambiar la sociedad. Una juventud que, en la época universitaria, creía que podía cambiar el mundo.
Medio siglo después vivimos una situación totalmente distinta. El calentamiento global y la narcopolítica, dos fenómenos que entonces no existían, hacen que el futuro inmediato luzca terriblemente sombrío, iluminado solo por el resplandor de las bombas y los incendios.
A eso se enfrentan los jóvenes, que, con su celular y su hedonismo, no son mejores ni peores que los anteriores. Simplemente responden a una nueva realidad. Por ello, es de necios creer que la salida consiste en volver atrás, al paraíso del despilfarro correísta. O a los partidos del siglo pasado con una juventud militante y una clara ideología.
Pero nunca faltan déspotas como Putin, quien busca restablecer la Rusia imperial. Ni tampoco falta un Papa que bendice a Pedro el Grande. Ni son pocos los chilenos que justifican a Pinochet cuando se cumplen 50 años del golpe.