El fraude ya está en marcha
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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El telegrama se volvió leyenda: "¿Cuántos votos quieren que les mande?" preguntaba a sus aliados socialcristianos el cura Armijos, cacique religioso de Loja, durante los apretados escrutinios de las presidenciales de 1956, cuando la iglesia católica y el gobierno de Velasco Ibarra se habían volcado a apoyar la candidatura de Camilo Ponce.
Como era de esperarse, fue declarado triunfador el socialcristiano Ponce, pero nunca se despejó la sospecha del fraude contra el candidato liberal Raúl Clemente Huerta. Lo que sí quedó claro es que éramos una Banana Republic, tanto por las exportaciones de la fruta, cuanto por esas mañas políticas practicadas desde el siglo XIX.
En efecto, a raíz del triunfo de la revolución de Alfaro, la consigna de los liberales en el poder rezaba: “No vamos a perder con papelitos lo que hemos ganado con balas en el campo de batalla”.
Sucedía que los conservadores, gracias al aparato religioso –que incluía el púlpito y el confesionario–, controlaban un rebaño mayoritario. Y la única manera de vencerlos en las urnas era con fraude.
A ojos de Washington nos debatíamos en la barbarie pues, cuando fallaba la trampa electoral, venía el golpe de Estado. Pero ahora resulta que, en pleno siglo XXI, el golpista Donald Trump está enjuiciado por haber llamado por teléfono al gobernador de Georgia a exigirle que consiguiera once mil y pico de votos para voltear la elección que perdió ante Biden.
Se trata del cuarto de los juicios que le están siguiendo a este expresidente mafioso que se declara víctima de una cacería de brujas y utiliza su foto de prontuariado para la campaña política.
Traigo todo esto a cuento porque el fraude oficial, las mentiras de los “perseguidos políticos” y las violaciones de la ley electoral siguen a la orden del día en esta Banana Republic.
Basta recordar los escrutinios de 2017, cuando Lasso empezaba a ganar en el contaje de votos y sucedió el apagón de varias horas, una manipulación que fuera denunciada desde antes por algunos observadores internacionales pues ya la había ejecutado Maduro en Venezuela.
Aquel presidente del CNE que orquestó ese apagón providencial, Juan Pablo Pozo, fue condecorado por el presidente Correa como héroe de la Patria y obtuvo un enjundioso cargo internacional. (Que luego Moreno se independizara ya es otro cantar).
A continuación vino Diana Atamaint, de Pachakutik, quien armó rápidamente una mayoría con socialcristianos y correistas, y empezaron a manejar el CNE al antojo de sus jefes, permitiendo numerosas irregularidades que han sido denunciadas oportunamente, pero que siempre chocan con la meliflua retórica de la presidenta, quien tiene respuestas para todo.
Doña Diana ha ido cambiando de atuendo y peinado, de aretes y collares, pero no de esas afinidades políticas que le impiden ver los elefantes y los lagartos, antes verdes, ahora celestes, que se pasean por los recintos electorales y los sistemas informáticos. Ni siquiera vio que Alembert Vera fue electo con la intervención descarada de Rafael Correa, lo que era explícitamente prohibido.
De suerte que el fraude electoral está en marcha otra vez, pues este no consiste solamente en alterar las votaciones, sino en pasarse por el forro leyes y reglamentos, antes y después. ¿Qué es, si no fraude, la repetición de la elección de representantes del exterior ordenada por el CNE de manera ilegal y arbitraria?
Ya veremos el 15 de octubre a quién favoreció esta maniobra.
Trump
No solo aquí, claro, pues ni la democracia gringa se ha salvado. Como escribe Juan Gabriel Vásquez sobre la mafia política: "Trump, lector excelso de su sociedad, descubrió que no hay regla que no se pueda violar. Sólo hay que hacerlo sin pedir disculpas". En eso andan por acá Alembert, Diana y Wilman, salvo que trabajan para otro.