De la Vida Real
Las fracciones de la vida
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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La primera vez que alguien me pegó fue una profesora en primer grado de una escuela en Esmeraldas. Me hizo pasar al pizarrón y me dijo que escribiera “papá”, y yo escribí “pipí”. Me dijo que le pasara mi mano y, con un latigazo, sentí el dolor más fuerte que pueden producir la humillación y la incomprensión.
No pude contener el llanto mientras todos mis compañeros se reían a carcajadas.
Cuando volvimos a vivir a Quito mis papás me pusieron en un colegio privado. Era bilingüe y me hicieron repetir el año. No daba pie con bola con el inglés. Era una niña inquieta y conversadora. Un día la profesora me tapó la boca con una cinta adhesiva.
Era la segunda vez que iba a primer grado. Ironías de la vida. Al finalizar el año escolar, les dijeron a mis papás que no podía seguir en ese colegio, que tenía serios problemas de aprendizaje. Mis papás me llevaron donde una psicóloga llamada Isabel.
En un informe incomprensible, Isabel dijo que tenía dislexia, discalculia y lateralidad cruzada y que poco a poco iba a ir entendiendo las letras, los números y la orientación en el espacio tiempo.
Isabel me ayudó mucho. Yo iba al colegio por las mañanas y por las tardes iba donde ella. Fue quien en realidad me enseñó a leer, a escribir, a contar y a distinguir el lado izquierdo del derecho.
Cuando se acabó sexto grado solo le veía a Isabel una vez cada 15 días. Ya estaba lista para la secundaria.
Llegó el primer trimestre y el profesor de matemáticas me dijo que yo no sabía nada de nada, que algo estaba mal conmigo. Pasé de año, creo, por pena.
En segundo curso me dijeron que iba a ir al aula de proyectos. Mientras mis compañeros se quedaban en la clase, yo iría con Daniel Morales, un viejito que tenía lentes cuadrados. Era chiquito y usaba camisas brillosas, pantalones de gabardina, que se ajustaba con la correa más arriba del ombligo. Este señor fue mi ángel.
Me dio unas hojas para llenar, y me puse a llorar. No entendía las instrucciones. Él me dijo: “Valentina, usted no sufra por no entender. La clave de la inteligencia es saber solucionar problemas”.
Me entregó un anillado en blanco y negro. Me indicó: “Valentina, usted lea con atención. Va a aprender a seguir instrucciones sobre cómo resolver fracciones, divisiones, sumas y restas. Este va a ser nuestro libro de trabajo”.
Yo le sonreí, y él me mandó como deber que hiciera la primera receta de cocina. Me acuerdo que era una pie de plátano. Llegué a la casa y, feliz, le conté todo a mi mamá, quien me ayudó a entender cómo se hace una receta.
Al día siguiente, tenía que llevar tazas y cucharas medidoras. Y así fue como fui entendiendo las fracciones. Luego me hacía llevar las tortas y compartir con los otros compañeros. Fue así como entendí las divisiones.
Creo que estaba en cuarto curso cuando Daniel se dio cuenta de que no podía contar hasta 100 sin desconcentrarme. Pasé el trimestre entero en la cancha de fútbol intentando dar 100 pasos seguidos. Cuando lo logré, entré a la clase gritando: ¡Profe, lo logré! Conté hasta 100 de una”. Hasta ahora me acuerdo de la felicidad que sentí. Lograr algo imposible es la sensación más maravillosa del mundo.
El profe me regaló un cubo rubik. Se rió y me dijo: “Vamos a hacer que te concentres más de 20 minutos”. Todos los días que tenía matemáticas, los primeros 20 minutos me ponía a armar ese cubo. Daniel, con una paciencia, me enseñaba mil trucos, que eran inmediatamente olvidados.
De pronto, me acordé de que Isabel siempre me hacía poner una pulsera roja en la mano izquierda y una pulsera verde en la mano derecha. Esto me ayudaba a orientarme. Relacioné los movimientos con los colores y lo logré. Logré armar ese cubo.
Así fue como fui resolviendo los problemas de la vida, de mi vida. Siempre relacionando las cosas. Siempre tratando de entender mi entorno a mi manera.
En sexto curso Daniel Morales, mi ángel, se fue del colegio y me dejó a la deriva. Si me gradué fue porque mi amiga Jose me pasó el examen lleno con la instrucción de borra su nombre. Borré el nombre y puse el mío y me gradué. Total, la inteligencia es saber solucionar problemas, pensé.
Ahora, en estos días de encierro, he pensado tanto a mi profe Daniel. Nunca más he vuelto a saber de él, solo espero que esté bien. Y, por primera vez, mi familia probó el pie de plátano, que fue dividido en cinco tercios. Todos en partes iguales.