Punto de fuga
El fin del mundo para el que nadie nos preparó
Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
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No sé si a ustedes les pasa igual, pero yo adondequiera que dirija la mirada diviso apocalipsis en marcha. Un fin de mundo tras otro desarrollándose frente a mis ojos: Europa, con Ucrania y Rusia; Oriente Medio, con el polvorín desatado por la guerra en Gaza; en la Península de Corea están los despliegues pirotécnicos de un Kim Jong Un desenfrenado… por mencionar los que más riesgo tienen de convertirse en apocalipsis nucleares. Y, sorprendentemente, para todos encuentro una fuente de resignación. Pero hay un fin de mundo que no sé cómo procesar: el fin del mundo de los afectos que conocí en mi infancia, adolescencia y primera juventud. Nadie me preparó para eso.
En redes sociales suelen circular memes ajados de tanto repetir perogrulladas de lo que significa ser adulto. Esos que dicen cosas del tipo: Ser adulto es comprender por qué tu mamá atesora los tupperwares o que un día eres joven y al otro te descubres sintiendo emoción porque te vas a quedar durmiendo un viernes de noche en lugar de salir de farra… Es inevitable reírse y sentirse identificado con la mayoría. Porque ser adulto es cultivar la capacidad de reírse de uno mismo, añadiría yo.
Pero ser adulto es también darse cuenta (como si esa posibilidad nunca hubiera estado dentro de la ecuación, aunque siempre lo estuvo) de que los padres empezarán a envejecer primero y a morir luego. No solo los padres, los abuelos, los tíos, los amigos también. Es decir, todo el círculo de redes de afecto y soporte que se empiezan a tejer el día en que nacemos.
Es cierto, no todo el mundo tiene la suerte inmensa de contar con estas redes, por diversos motivos, pero en general las reglas de la naturaleza establecen un cierto orden en que los nacimientos y las muertes normalmente se suceden.
Y cuando esta cadena inaplazable de acontecimientos se pone en marcha, la vida se vuelve irreconocible, y, muchas veces también, insoportable. De repente, es como si nos hubieran dejado botando en un lugar inhóspito en el que ya no habrá más llamadas de cumpleaños de una tía adorada ni se podrán planificar viajes con el tío que empieza a perderse, demasiado pronto, detrás de la neblina espesa de la demencia senil.
¿Cómo es ese planeta en el que ya no existen los tíos, por ejemplo? Los tíos, esos seres que hibridan la paternidad/maternidad con la amistad; que nos cuidaron, nos dieron ejemplo y consejo, nos consintieron y nos enseñaron la dulzura y la generosidad. No estoy preparada ni tengo ganas de vivir en ese planeta, pero ser adulta, al parecer, es estar obligada a habitarlo.
Quizás a partir de los 50 es cuando más patente se va haciendo esa posibilidad. Estamos a mitad de camino, ya somos innegablemente adultos (aunque los 50 sean los nuevos 40), y la vida, con sus tiempos implacables, nos va cercando.
Una vez que entramos en la cincuentena, la vejez de los padres ya es un hecho. Ojalá sea saludable y digna, llena de vida y alegrías. Pero también habría que estar preparados para el momento en que deje de serlo, cuando la enfermedad aceche y el mundo se abra bajo nuestros pies.
Para esos momentos necesitamos herramientas emocionales, pero también prácticas, como un buen sistema de salud pública que provea los cuidados médicos necesarios para los contribuyentes más ancianos de la sociedad. Se lo merecen ellos (todos, sin importar su condición económica) y los hijos cincuentones, sesentones o setentones que irán quedando huérfanos en un mundo desconocido y hostil a partir del momento en que la enfermedad y la muerte entre un buen día por la ventana.
Nadie nos advirtió que esto también era ser adulto. Pero llega el día en que estamos obligados a entenderlo y aceptarlo, aunque nadie nos haya preparado para el fin del mundo en el que habitan nuestros afectos más cercanos. Porque, parafraseando un verso de Jorge Drexler, ser adulto es comprender que morir también es ley de vida.