El alma de la fiesta
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Se insiste en que las fiestas de Quito nacieron, crecieron y murieron ligadas a los toros. Sí, pero también al trago. El alcohol era el combustible que encendía la fiesta por todos los barrios, al ritmo de la música nacional.
Toros, trago y bandas de pueblo: combinación imbatible. De hecho, la primera borrachera de mi vida se la debo a Paico Rey de Copas, bebida que unas camionetas repartían gratuitamente en el parque Gabriela Mistral la noche del 5 de diciembre de 1964, cuando las fiestas de la capital empezaban a cobrar vuelo.
Amanecí abrazado a la taza del excusado, llorando lágrimas de anisado y sintiéndome tan mal que juré que nunca volvería a beber en mi vida. ¿Cuántos millones de millones de adolescentes habrán hecho el mismo juramento tras la primera borrachera?
La fiesta inventada de Quito pegó tanto porque expresaba una sociedad con una pata en la tradición colonial y sus festejos taurinos. Había todavía una visión compartida de la ciudad y sus modos, que pasaban de generación en generación.
En los años 60, mi tío Homero me llevaba al tendido medio de Sol y Sombra de Iñaquito, donde acudían quiteños de saco y sombrero de fieltro que habían saltado de la plaza Belmonte a la plaza Arenas y ahora recalaban aquí; señores que sabían mucho de toros e iban a ver la corrida, no a que les vieran como la gente de barrera.
Arriba, en la general, se reunía la nueva generación a meter bulla y a beber durante el desarrollo de la corrida. Una de las consignas que gritaban era: “¡Que chupe Quito!” Y el coro respondía cómplice: “¡Que chupe!”. Y para exigir a la banda municipal que alegrara la faena con pasodobles de manual, el grito clásico era: “¡Soplen, trompudos!”.
Pero la fiesta rebasaba con mucho al coso de Iñaquito, pues se extendía por todos los barrios de la ciudad, cuando los barrios eran todavía la base de la vida cotidiana, los vecinos se identificaban con sus respectivos espacios y el aire olía a canelazo.
Ese Quito provinciano fue adquiriendo otro rostro con el boom petrolero de los años 70. La arquitectura y las costumbres se modernizaron y las migraciones del campo aumentaron hacia los polos de la ciudad, que creció desordenadamente.
Adiós a las identidades locales: mal podía alguien de Guamaní o Carapungo conmoverse con la muleta de un español que vivía en otro mundo, o sentirse reflejado en “la Carita de Dios”, venida a menos desde que la aristocracia terrateniente se mudara a la Mariscal.
En cambio, el fútbol y los conciertos de rock fueron ganando cada vez más espacio. Además, el smartphone consolidaba su influencia individualista.
Por ello, cuando el correísmo en su apogeo agitó la consigna de vetar las corridas de toros para fastidiar a la burguesía quiteña, halló el potrero abonado y el sur de la capital le dio una fácil victoria.
Menos mal que a mí también me habían dejado de gustar las corridas pues cometí un error fatal desde el punto de vista de un taurino: me puse en el pellejo del toro y sentí toda la crueldad del asunto.
Mirando en retrospectiva, mi generación tuvo el curioso privilegio de acompañar al ciclo completo de una fiesta popular que tiene fecha de nacimiento y año de defunción: empezó en diciembre de 1959, se volvió alegre y masiva y alcoholizada en los 70, luego decadente y repetitiva, hasta que sufrió el descabello con la consulta de 2012.
Descartados los toros, lo que terminó de vaciar de contenido histórico a la fiesta fue esa política de mover los feriados hacia el fin de semana, dizque para fomentar el turismo. Es decir, para que la gente (que puede) se vaya de Quito, cuando antes venían de otras ciudades y países a celebrar en la ciudad.
Solo nos queda la Selección. Pero este país que nunca tuvo grandes toreros, tampoco engendra delanteros. Sin embargo, para mantener el aroma español, en lugar de Manuel Benítez El Cordobés ahora nos trajimos a Félix Sánchez Bas. Algo es algo. ¡Olé!