La fantasmal agonía del diario El Comercio
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Los noticieros de televisión registran una vez más el largo viacrucis de periodistas, trabajadores y jubilados de El Comercio, que exigen que el diario les pague los sueldos atrasados de meses. Y los aportes y las indemnizaciones.
Este escándalo sigue vivo a pesar de que el mismísimo Presidente de la República prometió intervenir meses atrás.
Pero ¿qué pueden el frágil Presidente y su ministro de Trabajo ante un acaudalado empresario mexicano o guatemalteco –apodado El Fantasma justamente porque nunca da la cara– que maneja desde Key Biscayne un imperio de medios en América Latina?
Añaden las noticias que el diario impreso no circuló el fin de semana, algo que no acontecía, me parece, desde que el gobierno velasquista lo clausurara en 1953 por no haber aceptado publicar un insultante comunicado del ministro de Gobierno, Camilo Ponce, fundador del movimiento socialcristiano.
La auténtica agonía de El Comercio arrancó en 2015, cuando doña Guadalupe se lo vendió a Ángel González –con mucha pena, decían– pues no había quién prolongara la dinastía de los Mantilla al frente del hasta entonces prestigioso e influyente diario, que había sido un baluarte de la libertad de expresión desde su fundación en 1906.
En cambio, para González, el diario impreso era visto como un negocio más, parte de una oscura operación política que incluía frecuencias de radio y televisión.
Numerosos artículos de José Hernández dan cuenta, en 4pelagatos, de los entretelones de una movida en la que participaron los hermanos Alvarado y Alexis Mera, jerarcas del correísmo que hicieron modificar las leyes para posibilitar la compra. Y sacar tajada.
Pero lo que interesa destacar aquí es el golpe para la identidad de los quiteños que significa el desmoronamiento ético y financiero del diario que fuera durante un siglo uno de los emblemas de la capital, a la altura del agua de Güitig, del volcán Pichincha y de la canción del Chullita Quiteño.
Un diario tan icónico e imprescindible como El Universo para un guayaquileño, El Tiempo para una bogotana o Le Monde para un parisino.
¿Por qué afirmo esto? Porque, al igual que varias generaciones de quiteños, casi que aprendí a leer en los titulares llenos de mayúsculas de El Comercio.
Y lo seguí leyendo en Manta, pues mi papá lo traía religiosamente a casa al mediodía, junto con El Universo.
Antes de la televisión, los periódicos eran la fuente privilegiada de la información y el análisis. Por eso, los editoriales o artículos de opinión tenían un peso decisivo, podían tumbar un ministro o una ley en ciernes.
Si por algún motivo excepcional un quiteño no había podido leer el diario en la mañana, sentía que le faltaba algo el resto del día, como si no hubiera tomado café. De hecho, el olor del café y de la tinta fresca estaban muy unidos.
Recuerdo que los chicos empezábamos la lectura por las tiras cómicas que estaban al final. La señal de que habíamos madurado sin remedio se evidenciaba cuando abríamos el diario por los artículos de opinión, en busca de las mejores firmas.
Por ello, cuando doña Guadalupe me invitó a colaborar en la página editorial, justo después del 30–S, acepté con mucho agrado.
Pero todo eso cambió, no solo en El Comercio sino en los diarios impresos de todo el mundo, que se vieron cada vez más afectados por el fantástico desarrollo de las redes sociales y los medios digitales.
Lo que no justifica de ninguna manera que un empresario multimillonario no pague a los trabajadores, quienes no pueden seguir poniendo gratuitamente el hombro para que ese antiguo ícono de los quiteños no termine de morir.