De la Vida Real
Del aeropuerto a la cocina: Cómo un vuelo perdido me llevó a comer fanesca
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Hice maletas, cogí el pasaporte y me fui al aeropuerto. Antes de esto dejé todo organizado en mi casa, con una lista de instrucciones y compras de víveres para 10 días. Mi idea no era improvisada, ahorré sigilosamente durante casi un año para comprar los pasajes y tener algo de plata para mi estadía en Miami.
El objetivo era irle a visitar a mi prima, pasar su cumpleaños juntas y, claro, relajarnos unos días en la piscina, caminar y comer todas las delicias que se puede comer allá.
Eso de ir a hacer compras en Miami sí que no es lo mío. Hacer shopping me aturde, me pone nerviosa y jamás sé qué comprar. Me angustia que se acabe la plata y luego no tener con qué regresar. No tener tarjeta de crédito causa también algunos traumas que solo las personas no tarjetahabientes podemos entender.
Llegué el domingo temprano al aeropuerto, mi vuelo salía a las 2 de la tarde. Mis hijos y mis tíos me fueron a dejar. Nos despedimos con lágrimas y abrazos. Al llegar al preembarque, el señor del mostrador me advirtió que el vuelo se retrasaría 40 minutos porque los tripulantes pidieron más tiempo para descansar. Asumí sabiamente que el avión saldría a las 2:40 p. m.
Me senté en la sala de embarque y pensé: “Qué triste irme de viaje en Semana Santa, sin haber comido ni un platito de fanesca. Eso se debería considerar como pecado”. Y me dio dolor en el corazón. La fanesca es uno de los platos que más amo en la vida. Vi la hora y eran las 12:25 de la tarde. La sala poco a poco se empezaba a llenar con pasajeros impacientes por abordar.
Había tanta gente que algunos se sentaron en el suelo. El vuelo era el 380. Cometí un error terrible: haber visto dos días antes la película 'La sociedad de la nieve', sobre el avión que llevaba a un equipo de jugadores uruguayos.
Mientras esperaba en la de embarque, sentada sin hacer nada, pensaba: “Llevo ocho latas de encebollado, tres paquetes de galletas, más de un kilo de chocolates surtidos y dos cajetillas de tabaco. Si el avión se cae tengo comida para sobrevivir dos semanas, porque también llevo chifles, patacones y panes de yuca”.
En Google busqué la ruta del vuelo Quito – Miami, y el 90% del trayecto es sobre el mar, así que no me servía de mucho tener comida. Pensaba: qué vamos a comer en el bote, y les regresé a ver a los otros pasajeros. “Valentina, deja de pensar tanta estupidez” me dije brava, porque a mi mente le encanta hacer escenas fatalistas.
De repente, la gente se empezó a parar y hacer fila con su boleto y su pasaporte en la mano, y yo pensé: “Qué suerte, su vuelo debe salir antes”. No me di cuenta de que esa era mi sala de embarque, hasta que un rato la sala quedó completamente vacía.
Vi la hora y eran las 2:40. Me quedé tranquila porque recién iba a salir mi vuelo. De manera responsable me paré y le pregunté a la señorita que por qué la sala estaba vacía, que mi vuelo sale a las 2:40. Ella, de la forma más grosera y arrogante, me dijo: “Perdió el vuelo, acaba de despegar su avión. En el pasaje dice estar 40 minutos antes, lea aquí”.
No me dijo pendeja por educación. Se acercó un chico y me dijo que mi maleta estaba en inspección policial porque no es normal que el pasajero envíe la maleta sin embarcarse.
Me entregó mi pasaporte con el trámite de migración y me llevó donde los policías, quienes se me burlaban de la forma más alhaja: “Señorita, vea en la grabación, usted todo el tiempo estuvo en la sala de embarque y no se subió al avión”.
Abrieron mi maleta, escanearon las latas de encebollado y destrozaron todos los chocolates. Vieron que sí, que efectivamente me quedé del vuelo por pendeja y, como eso no es un delito, me dejaron libre.
Llegué a la casa, y todos se reían de mis desgracias. Los lunes a las 9 a.m. llega la Yoli, mi ángel de la guardia, el ser que me ayuda en todo. Al saludarla la vi con cara de fanesca y entendí que todo en la vida pasa por algo, y no precisamente porque se iba a caer el avión.
Nos fuimos a comprar los ingredientes, hicimos fanesca, bueno, hizo la Yoli la fanesca, yo solo pelé los chochos y freí los maduros: “Niña Valen, usted perdió su vuelo porque ¡cómo se iba a ir sin comer un platito de fanesca!”, me dijo.