Tablilla de cera
Una experiencia límite
Escritor, periodista y editor; académico de la Lengua y de la Historia; politico y profesor universitario. Fue vicealcalde de Quito y embajador en Colombia.
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Cuando vive una experiencia límite, un escritor se siente obligado a relatarla. No sucede lo mismo con el columnista de opinión, porque este no escribe lírica ni ficción ni ensayo; se debe mucho más al público y cualquier cosa que publique debe enganchar al lector, inducir a la reflexión y brindarle material de conversación y argumentos a favor o en contra de sus propias ideas.
Por eso, he dudado mucho de contar aquí la experiencia límite que viví el jueves pasado. ¿Debo guardarla para mí, mi familia y mis amigos o difundirla para conocimiento universal?
Con el permiso de ustedes, voy a hacerlo. Y empiezo por el titular: el jueves me dio un infarto y casi me muero, pero una cadena de circunstancias que no puedo considerar si no providenciales me salvó la vida.
Los hechos son simples: llegué al mediodía a la recepción que, en su residencia de las avenidas Orellana y 6 de diciembre, ofrecía el Nuncio Apostólico, Mons. Andrés Carrascosa, por el Día del Papa. Casi enseguida se iniciaron las palabras del nuncio, seguidas por las del canciller subrogante Alejandro Dávalos y, luego, el nuncio regresó al podio para brindar por el papa, el presidente Noboa, el Vaticano y Ecuador.
Levanté, con todos, mi copa, pero solo me la llevé a los labios, sin tomarla, porque me sentí ligeramente agitado. Saludé con una amiga y de inmediato me moví hacia la esquina de la sala, donde estaban Juan Carlos Holguín, Thalía Flores y una diplomática española en estado de gestación. Ni bien saludé con ellos, me sentí horriblemente mal: me sobrevino un dolor muy fuerte en el pecho, que solo puedo describir como que una inmensa tenaza me apretara desde el frente y la espalda, pero aún peor fue la angustia que me invadió, una sensación de ahogo y de que se me iba la vida.
Les dije a los tres amigos que me disculparan porque me iba a sentar, lo hice en una silla a dos metros de ellos. Thalía tuvo la bondad de preguntarme si necesitaba algo y le pedí agua. Volvió con un vaso, me tomé la mitad y no doy cuenta de más. Perdí el conocimiento. Me había dado un infarto agudo al miocardio.
Recobré algo de conciencia cuando sentí que me cargaban hasta un sofá en la antesala. Allí escuché a Mons. Carrascosa decirme que estaba “en buenas manos” pues estaba allí su médica, quien me preguntó si era diabético o alérgico, pero el dolor y la angustia seguían y perdí de nuevo el conocimiento.
En la semiconciencia que tenía, solo capté momentos a partir de entonces: me pusieron en un vehículo, echaron el asiento para atrás y oí a Juan Carlos Holguín decir “¡Al Metropolitano!”. Me desperté cuando el propio Juan Carlos decía: “Entre aquí a la derecha” y al abrir los ojos, mientras me pasaban a una camilla, vi que no estaba en el Metropolitano sino en el ingreso a la clínica Pasteur.
Los recuerdos de los siguientes momentos, todos marcados por ese dolor insoportable y la angustia de perder la vida, son más fragmentarios aún. Los médicos dicen que llegué a la clínica con 22 pulsaciones por minuto (cuando en el adulto, el rango es de 60 a 100), sin posibilidad de que me registren la tensión arterial por lo baja que estaba.
En terapia intensiva me estabilizaron, con medicinas urgentes tanto para calmar el dolor como para excitar al corazón y para diluir los coágulos, logrando subir los latidos y, aunque estuvieron a punto de ponerme un marcapasos externo, decidieron que podían trasladarme en ambulancia al hospital Axxis para proceder a la angioplastia. Intervinieron en la Pasteur los doctores Francisco Aulestia, clínico; Francisco Ortega, cardiólogo; Freddy Sánchez, jefe de terapia intensiva, y otros más que se me escapan, junto con su equipo de enfermeras y auxiliares.
Para entonces habían llegado mi mujer y mi hija, quienes me acompañaron en la ambulancia con el doctor Ortega, el que llevaba el marcapasos, por si era necesario. No lo fue, y en el Axxis me esperaban los cardiólogos intervencionistas doctores Andrés Navarro y Alberto Cárdenas, quienes por las mismas me llevaron al angiógrafo, me realizaron un cateterismo y me implantaron el stent.
En el inesperado momento en que se reanudó el flujo cardíaco, al mismo tiempo que oí a los doctores decir: “¡Ya!”, “¡Ya!” me sentí exultante y aliviado. Sonó una vez un aplauso o entre los dos chocaron las manos, no lo sé, pero yo también quise aplaudir. Lo que sí hice es elevar una oración de agradecimiento a Dios en mi interior.
El catéter lo metieron por la muñeca izquierda y subió por la arteria radial y de allí a la braquial para llegar a las arterias coronarias (las que están pegadas a la superficie del corazón). La exitosa intervención duró 45 minutos.
Hacia las 16:15 estaba de vuelta a la clínica Pasteur. Estuve dos días en terapia intensiva, dos días en la habitación estándar y volví a mi casa este lunes. Me he sentido muy bien, agradecido con Dios y con todos los que intervinieron para salvarme la vida. Es que, como me dijo el Dr. Aulestia no una, sino varias veces, “usted casi, casi se va”, “se salvó por muy poco”, “volvió a nacer”.
La cadena de coincidencias fue providencial, y no puedo dejar de ver la mano de Dios. Si no, consideren todo lo que pasó:
- El infarto me dio en una reunión donde había muchas personas (podía darme 20 minutos antes en la calle; o media hora antes cuando manejaba mi auto);
- Juan Carlos Holguín, mi amigo y exjefe actuó de inmediato.
- La Dra. Saskia Mier, médica del nuncio, determinó que era infarto y que debían trasladarme de urgencia a un centro médico.
- Juan Carlos pidió a Carlos Martínez, joven diplomático amigo, jefe de despacho de la canciller, que facilitara su chofer y vehículo para trasladarme. Estaba cerca de la puerta de la Nunciatura, por lo que ingresó al minuto.
- Ambos, con Johannes Hügel, representante de la Fundación Konrad Adenauer en Quito, me acompañaron en el vehículo.
- Enfilaron por la Orellana. Aunque Juan Carlos decidió llevarme al Metropolitano, al ver que volvía a desmayarme y que requería atención urgente, cambió de opinión, y ordenó al chofer doblar en la 9 de octubre a la derecha y llevarme a la Pasteur que estaba mucho más cerca. Esa decisión fue clave: los médicos de la Pasteur coinciden que cuando llegué me quedaban cinco minutos de vida.
- Juan Carlos también avisó desde el auto a la Dra. Mier que estábamos yendo a la Pasteur; ella, que trabajó en esa clínica, llamó al Dr. Aulestia, de manera que cuando llegué tuve un verdadero comité de recepción listo a actuar.
- La otra coincidencia (que como dice una amiga es diosidencia, no coincidencia) es la llamada de Juan Carlos a su hermano Esteban, conocido médico traumatólogo, para decirle que yo necesitaba el cateterismo y que este estuviera ese momento reunido en el centro médico Q*ra en Cumbayá con los doctores Navarro y Cárdenas quienes pidieron que me llevaran al Axxis, a donde ellos se dirigieron de inmediato y me esperaron listos y hasta con las manos desinfectadas.
- Al quedar sin flujo sanguíneo, se mueren partes del músculo cardíaco (infarto quiere decir muerte), por eso el tiempo ideal para una intervención es de dos horas. En mi caso fue antes, por los tiempos prodigiosamente rápidos: el infarto fue a las 12:45, a la clínica llegué apenas pasadas las 13:00 (en la pulsera de la clínica consta que ingresé a las 13:10:58, pero eso fue cuando ya se hizo el trámite) y al Axxis antes de las 14:00. Los electrocardiogramas que me han hecho muestran una pequeña lesión, pero es la menor que puedo tener.
- Además de los tiempos, tuve los mejores médicos y enfermeras, la más esmerada atención.
- Otro conjunto de prodigios viene de la medicina actual: los medicamentos y procedimientos que hoy existen; el invento extraordinario del stent (una malla de milímetros que va precedida de un balón así mismo milimétrico) y el no menos sorprendente angiógrafo, un equipo que utiliza rayos X y sistemas digitales para sustraer las estructuras que no son de interés y dejar visibles los vasos sanguíneos (arterias y venas) del organismo.
¿Suerte? Es mucho más que suerte. No me llegó el pitazo final, pero creo que debo tomarlo como un pitazo de atención. ¿Pero de qué? Aún debo reflexionar. ¿Debo cambiar la forma de vida? Desde que volví de Colombia, he estado llevando una vida sana, trabajando mucho en mis investigaciones y escritos, con la ventaja de que ese trabajo es mi hobby, mi placer, mi distracción.
No soy un discapacitado. Hoy me preparo para hacer terapia cardíaca, ejercicios paulatinamente más intensos, con el corazón monitoreado para que no se produzcan arritmias. Pero pronto estaré listo para hacer una vida totalmente normal.
Acepto lo sucedido y, ahora que me dispongo a jugar el alargue, lo hago agradecido a Dios, a los amigos que me salvaron, al personal médico, a mi mujer y a la familia, a la solidaridad de los otros círculos de amigos. Debo caminar más, pero, quizás, el principal cambio que debo hacer es reducir el tiempo en pantalla y aumentar el tiempo del contacto personal, del afecto con la familia, los amigos, la naturaleza, la cultura. ¿Ustedes qué creen?