El espejo mexicano
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Desde la época de la Revolución, México ha sido como un hermano mayor de América Latina para lo bueno y para lo malo. No Argentina, no Nueva York o España, sino ese México tan mestizo como nosotros, con su música ranchera, su cine en blanco y negro y sus tortillas de maíz picantes.
Un país que se mueve entre lo grandioso y lo guachafo, entre Juan Rulfo y el Chavo del Ocho, entre el muralismo revolucionario (degradado acá al peor panfleto) y un líder populista que da asilo a prófugos de la justicia ecuatoriana.
Pero lo más grave ahora es la expansión de los carteles de la droga, su intromisión en la política, en la justicia, en la policía y los circuitos financieros. Toda una cultura del terror que se exhibe en la guerra al interior de la Penitenciaría y repite la costumbre macabra de colgar cadáveres de los puentes.
Esto que empieza a asfixiarnos, México lo ha vivido desde hace muchos años y se ha expresado, por ejemplo, en el cinismo de los narcocorridos y esas series de televisión que banalizan el tema, poblándolo de clichés. Pero también han surgido novelas de gran calidad.
Una de ellas obtuvo el premio Alfaguara 2020. Me refiero a ‘Salvar el fuego’, de Guillermo Arriaga, el famoso guionista de ‘Amores perros’, ‘21 gramos’ y ‘Babel, maestro de la creación de personajes, que la emprende aquí con una historia de amor salvaje entre una coreógrafa niña bien, casada, con hijos, y un criminal sentenciado.
Nada de corazoncitos de San Valentín ni de panfleto social: literatura pura y dura que narra con distintos lenguajes una pasión que rompe todos los frenos sociales y sexuales, desnudando a la elite cultural mexicana y a los esperpentos del narco, mientras recrea la lucha de crueldad ilimitada en las cárceles y en la calle.
¿Se extrae placer estético de la lectura de este universo degradado y violento? Sí, claro, así funciona el arte. Pero también muestra lo que nos espera, aunque un tipo como Guillermo Arriaga no tenga la menor intención didáctica en sus libros ni en sus películas.
Y tampoco divida entre buenos o malos pues el arte de verdad, tal como la realpolitik, no se ocupa de la moral sino de las contradicciones de la vida. Punto.