Escándalos políticos
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Hace rato que vivimos en la sociedad del espectáculo. Y no hay espectáculo más atractivo que la lucha entre los poderosos, sus escándalos, sus miserias, sus mentiras y ocultamientos, sus venganzas y delaciones, esas intrigas mediáticas que mantienen narcotizadas a las audiencias, aquí y en la quebrada del ají.
Me incluyo en ese público cautivo, por supuesto. A pesar de que soy sociólogo, no leería ni de casualidad un informe sobre la situación económica de Colombia, por dar un ejemplo cercano.
Menos aún me empaparía de los planes y proyectos de Petro. Jamás reviso los planes de ningún político ni de ningún gobierno; no me interesa leer mentiras monótonas y fantasías impracticables.
En cambio, he seguido paso a paso el último escándalo del Palacio de Nariño, que tiene todos los ingredientes de una telenovela: traiciones, delaciones, dinero sucio, una empleada doméstica que roba plata a su poderosa patrona, quien maneja la agenda del presidente y pelea con su exjefe, el embajador Benedetti, un político de derecha, sin escrúpulos, figura clave en la campaña de Petro, que inexplicablemente lo aceptó a su lado y ahora paga su imprudencia.
Hay escándalos que afectan gravemente a un presidente, como le sucedió a Lasso con el caso Gran Padrino, manejado por La Posta como una telenovela por capítulos para mantener el suspenso y enganchar a más gente.
Pero a otros personajes los escándalos les resbalan. O paradójicamente aumentan su popularidad. Tal es el caso de Donald Trump, quien llegó a decir que podía salir a la Quinta Avenida, pegarle un tiro a alguien y no pasaba nada. (Sí pasaba: hubiera ganado más votos).
Hace 30 años un discreto affaire extramatrimonial solía destruir la carrera de los aspirantes políticos en Estados Unidos; hoy, ni siquiera una actriz porno como Stormy Daniels logra afectar al cínico Donald. Por el contrario, termina pintándole una raya más al tigre y subiendo el rating de la televisión.
Tal como sucedía con Diego Armando Maradona, a quien no era que se le perdonaba, sino que se le permitía todo. Cada escándalo, cada desplante, alimentaba su culto. Como cuando dijo que se la chupen (perdón, pero lo dijo en una rueda de prensa) y un periodista comentó: pero si se la han estado chupando 20 años.
Acá, desde los tiempos en que Rafael Correa era presidente, el crítico José Hernández habló siempre del teflón que recubría su imagen, pues todo le resbalaba. Hoy, tras la serie de escándalos de corrupción de su Gobierno, probados y sentenciados por la Justicia, sigue siendo el político con mayor intención de voto si pudiera terciar en elecciones.
Pero resulta que el teflón, inventado para proteger a los tanques de guerra de la Segunda Guerra Mundial, y que pasó a recubrir a los sartenes para que no se adhiera la comida, es un producto altamente tóxico cuyas partículas se van alojando en el organismo humano y terminan destruyéndole.
Lo mismo sucede con estos caudillos carismáticos y mediáticos, pues cada escándalo, adobado con una sarta de mentiras, sigue erosionando la fe en las instituciones, diluye la frontera entre realidad y cuento, vuelve aceptable cualquier estafa. Ni la democracia estadounidense, ni sus medios de comunicación, ni sus ciudadanos son los mismos luego del efecto Trump, de sus colosales mentiras.
Esta tendencia a las noticias falsas y los escándalos fugaces se agudizó con el apogeo de las redes sociales donde se trata de llamar la atención de cualquier modo y un evento que fue viral ayer, mañana estará olvidado.
De hecho, a nadie le mosquea ya el asesinato de Rubén Chérres. Y el alboroto de la empleada doméstica colombiana con su jefa y Benedetti, hace días que pasó a segundo plano.