De la Vida Real
Entre la bici y Rumiñahui
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Desde que empezó la cuarentena, el momento del día que más he disfrutado es cuando llegan las 08:30 de la noche, y los guaguas ya se duermen, cada uno en su cama. Silencio absoluto. Siento un suspiro de paz, que no dura mucho, porque a eso de las 11:00 empieza el cambio de camas, pero esa es otra historia llena de quejas y de intentos fracasados.
Mi hijo Rodrigo, de seis años, desde el año pasado nos ha pedido desesperadamente clases de bici. No entendíamos muy bien la lógica, porque él monta bicicleta mejor que Carapaz. Luego, ya vino la cuarentena, el encierro y lo que ya todos sabemos.
Pero mi hijo tiene una personalidad perseverante. Insiste e insiste hasta que logra su objetivo. Nos tenía locos con esto de las clases de bici. Le llamé al profesor Andrés. Me explicó que la escuela se estaba reactivando paulatinamente: las clases tienen máximo dos niños, que deben ir con casco, mascarilla, botella de agua personalizada y gel desinfectante.
“El miércoles a las 04:30 de la tarde comenzamos en el Parque Santa Clara de Sangolquí”, me dijo. “Perfecto”, le respondí. El Rodri, que estaba sentado junto a mí cuando hice la llamada, dijo que ya vayamos a comprar el casco, puso agua en el termo. “Ma, ¿importará que no sea gel, sino alcohol?”.
-Rodri, pero hoy es viernes. Hay que esperar seis días para que podamos ir a las clases.
Ya se imaginarán el tormento que fue hasta que llegó el miércoles. Yo estaba de un mal genio tenaz, los guaguas ya entraron a clases y el Internet no funcionaba.
Mientras llamaba para que me arreglen la conexión, los niños salieron a jugar. Les mandé a hacer clases donde mis papás, pero fue una guerra perdida. Para colmo, se me quemó el arroz. No podía más de las iras y de la frustración de esta nueva y horrible modalidad.
Poner la bici en el carro fue una verdadera odisea. No me caracterizo por tener una lógica práctica. Mi hijo y yo, juntos en plena pandemia, salimos de la casa hacia su clase de bici a un parque absolutamente desconocido.
Llegamos al destino final, según el Waze. Nos bajamos del auto. El profe bajó la bici. Mi hijo no podía más de la dicha. A través de su mascarilla, me imaginaba la sonrisa que tenía. Y yo no podía creer esta realidad con la que me topaba. Un parque increíble, gigante, y todos haciendo ejercicio con mascarilla. Niños jugando, policías paseando, personas mayores caminando solas, felices y libres.
Gente haciendo deporte, sin miedo. Jóvenes en patineta. Sentí que fue como descubrir un mundo que estaba oculto. Nunca me imaginé que este lugar sería tan chévere y a tan solo 15 minutos de mi casa. Con muchos árboles, naturaleza, perros, mariposas, moscos, un río bastante contaminado, pero lindo.
Mi hijo se fue con el profe, y yo me senté debajo de un árbol. No llevé nada que leer, ni un cuaderno para escribir y, para variar, mi celular estaba sin batería. Me quedé ahí un largo rato, observando la vida. Luego me fui a caminar y encontré familias enteras, y la sensación que tuve era de seguir viendo libertad, pese a que todos llevaban cubierta la boca.
Me crucé con mi hijo y el profe, que apenas me dijeron hola con la mano. Verle tan feliz al Rodri me centró de tanta mala onda que tengo con todo esto del Covid-19. Creo que me hacía falta salir un poco y estar sola un momento.
De lejos alcancé a ver la estatua de Rumiñahui y me acordé de que en la playa mi sobrino, que estaba en clases virtuales, me preguntó: "¿Tía, Rumiñahui es Azteca?" Sí, le contesté medio enervada de tanta preguntadera.
Luego me reclamó que le había dado mal la respuesta. Nos dio tanta risa, que mi cuñada dijo bravísima: “Par de ignorantes. Los voy a llevar a Sangolquí para que le conozcan a Rumiñahui. Es ecuatoriano. Bestias”.
Ese rato me reí sola. Por suerte, estaba con mascarilla, porque si no me hubieran creído loca. A veces la vida es mucho más simple de lo que imaginamos.
La clase se terminó, y pensé que no quería que llegara la noche. Quería seguir disfrutando cada momento con el Rodri. Claro, es más fácil disfrutar con un hijo a la vez que con los tres juntos, que solo pelean y se molestan entre ellos.
Nos quedamos un rato más en el parque. Al salir, pasamos por la estatua de Rumiñahui, y mi hijo me preguntó: “Má, ¿ese señor tan grandote es Jesús?”, a lo que respondí: “Sí, es azteca, también puede ser Jesús. Pero nunca le digas esto a la tía Cris”.