Una Habitación Propia
Lo que horroriza es que ya no horrorice
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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En los últimos días temo abrir cualquier periódico de Ecuador e incluso Twitter por miedo a encontrarme con más noticias espantosas que para todos los ecuatorianos ya son sólo noticias.
Estamos tan instalados en el centro del horror que ya casi ni lo vemos. Compartimos como autómatas en grupos de Whatsapp los videos de asesinados, decapitados, ajusticiados y negamos con la cabeza con la tristeza de la nueva muerte violenta y de saber que no será la última vez que compartiremos algo así.
Vendrán más muertos, vendrán más imágenes pavorosas hasta que sea cosa de todas las semanas. Otro asesinado. Otra. Uno más.
Y ya no nos horrorizará.
La última vez que estuve en Guayaquil, hace pocos meses, dos cosas me llamaron la atención: la primera, que algunos de mis amigos no fueran a cafeterías o restaurantes que dieran a la calle, lo que acotaba los encuentros a centros comerciales y, la otra, que preferían que las reuniones fueran en Samborondón porque así, decían, había una mínima garantía de seguridad.
Yo pensaba que exageraban.
Otro asesinato en la zona más exclusiva de Guayaquil desmiente la hipótesis de que todavía queda algún lugar seguro en nuestra ciudad. Este último asesinato, en un restaurante de Plaza Lagos, un complejo cerrado con ficción de abierto, era para muchos guayaquileños justo eso: una puesta en escena que te hacía sentir que vivías en un lugar donde ni en el más descabellado sueño matarían a alguien en la mesa de al lado.
Estuve con una amiga justo ahí un poco antes de Navidad. Nos pusimos al día, nos reímos, nos tomamos unos tragos y comimos muy bien. Dejamos el miedo en el puente, en la avenida, en el centro de Guayaquil. Estábamos relajadas.
Fue como si, de repente, pudiéramos vivir la fantasía de una ciudad segura, de una ciudad que no era Guayaquil. Niños corriendo, gente en terrazas tomando sangría, parejas de la mano tomando helado.
Plaza Lagos era eso: un parque temático caro en el que se podía olvidar el terror de la inseguridad por un rato.
Ya no.
Plaza Lagos era eso: un parque temático caro en el que se podía olvidar el terror.
En Guayaquil ya no quedan certezas ni barrios ni restaurantes ni fortalezas. Las urbanizaciones privadas e híper vigiladas son tan carne de sicariato como el sur, la zona en la que crecí.
Tampoco quedan garantías para los servidores públicos, que huyen despavoridos de la enorme posibilidad de recibir un balazo en la cabeza, como le pasó a Nathaly López, directora administrativa del IESS, por investigar los procesos turbios en la compra de medicinas.
Leo en varios periódicos que contratar a un sicario en Ecuador cuesta unos USD 400, que se promocionan en Internet. Más barato que un televisor, que un aire acondicionado, que un pasaje de avión. Por USD 400, los delincuentes se sacan de encima a quien sea que les moleste en sus negociados y chanchullos.
Leo sobre mi tierra y me dan ganas de gritar: gritar por Alausí, gritar por la ineptitud de un gobierno que se enfrenta a un juicio político, gritar hasta que me salten las venas de la garganta por la gente asesinada y por la que salió de una noche de diversión con los balazos retumbándole en los oídos, con la ropa manchada de sangre.
Manchada de sangre como la bandera celeste y blanca de nuestra ciudad, la que en vez de estrellas tiene marcas de balazos, reino del sicariato, la venganza y la violencia.
¿A dónde iremos a vivir la fantasía de que no estamos rodeados de peligro y muerte?
¿Nos acostumbraremos tanto al terror que terminaremos normalizándolo?
El día que lo que está pasando en nuestro país no nos horrorice será el día en el que habremos perdido la batalla.
Y ellos habrán ganado.