Cómo era la isla de paz que se fue al diablo
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Se insiste en que nos hallamos como la Colombia de los años 80, cuando reinaban allá los carteles de la droga mientras Ecuador era una isla de paz. Isla porque las selvas del Putumayo se hallaban en manos de la narcoguerrilla de las Farc, al tiempo que Perú era aterrorizado por Sendero Luminoso, que también colocaba bombas en Lima.
Era la década del boom de la cocaína, esa diosa blanca que esnifaban desde los yuppies de Wall Street hasta los salsómanos más entusiasmados del Seseribó. Pero acá todo era más discreto; el mercado era reducido, y era incipiente también el uso de puertos y caletas para el envío de droga hacia la Yoni.
Aunque Ecuador no era precisamente la isla de la felicidad, sí calificaba como un país tranquilo y acogedor, aquel que recorrí de cabo a rabo para ir publicando unas crónicas de viaje que incluían fotografías que ahora ya parecen de otro planeta.
A lo largo de esos años conversé con cientos de personas de todas las clases sociales y de todas las regiones, y nadie (salvo la dueña del Tinalandia, que era extranjera) me pidió identificación. Así de confiados éramos todos.
A veces me tocaba hacer dedo en algún camino desolado y maltratado por El Niño del 82-83. No pasaba mucho rato antes de que alguien me diera un aventón y en el trayecto me pusiera al tanto de su vida. Supongo que ahora no le recogerán ni al mismísimo Jesús si asoma por allí, como anuncian los grandes carteles de los evangelistas.
La televisión había copado las ciudades y empezaba a invadir las zonas rurales. Una noche fui testigo de su llegada a un caserío afro del norte de Esmeraldas, donde grandes y chicos miraban alborozados la pantalla luminosa e imprecisa del primer aparato instalado en la tienda. Llegaban ahí los embrujos de la modernidad pero no llegaba el billete.
La Cámara Nacional de Representantes, que así bautizaron al Congreso que arrancó en 1979, no era una isla de paz (que no es esa su función) pero tampoco era el reducto de latinkings, diezmeras y analfabetos.
Por el contrario, participaban en los debates dos expresidentes de la República, Carlos Julio y Otto Arosemena, y dos futuros presidentes, Febres Cordero y Borja, entre otras personalidades.
Hasta 1996, cuando triunfó Abdalá con una campaña que cosechó el voto contra el sistema, las principales tendencias ideológicas se sucedieron democráticamente en Carondelet. Y les tocó administrar la sempiterna penuria económica del Estado, agravada por el fenómeno de El Niño, la crisis de la deuda, el terremoto del 86 y la rotura del oleoducto.
Pero no eran los avatares de la política lo que reflejaban las crónicas: ahora que las reviso a los años hallo que la esencia de todo es la gente común, su manera de hablar y de vestir en cada zona, sus historias, las comidas típicas, las fiestas y tradiciones locales.
Luego vino la gran crisis de fin de siglo, aumentaron las migraciones a las ciudades y a España y la pantalla del celular volvió más homogénea a la nueva generación: misma música, mismos íconos, mismos chistes, pero mayor populismo y desigualdad económica. La mesa estaba servida para la irrupción de la cultura narco.
Por entonces estallaron los primeros escándalos de la alianza entre la política y el narcotráfico: el caso más notorio fue el de César Fernández, que había sido gobernador de Sixto en Manabí y era un patriarca de Portoviejo.
Pero el declive inexorable de los valores humanistas y la incapacidad de la democracia para gestionar la crisis ya eran palpables. El narco no lo inventó todo: encontró un terreno abonado que terminó de corromper.
En definitiva, la isla de paz estaba podrida hacía rato y del mundo anterior solo van quedando los testimonios orales de los viejos, las fotos y esos libros que recogen polvo en las bibliotecas.