Tablilla de cera
Tenemos una responsabilidad y una misión
Escritor, periodista y editor; académico de la Lengua y de la Historia; politico y profesor universitario. Fue vicealcalde de Quito y embajador en Colombia.
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La frase con que se titula esta columna es de un querido amigo en un mensaje en guasap la semana pasada.
Discutíamos sobre el tono y alcance de lo que escribimos quienes tenemos el privilegio de poder expresarnos en los medios de comunicación, en especial en esta difícil coyuntura del país.
Hay quienes están muy angustiados y no tienen reparo alguno en contárselo a millones de desconocidos a través de una columna. ¿Anecdótico? Quizás, pero quien escribe debe poner las miras muy altas, y saber que, si las malas noticias se acumulan, sus palabras y su enfoque ––en un artículo, entrevista o conversación––, pueden confundir, herir, e incluso profundizar la patología social.
Es verdad que existen males. Peor aún, en Ecuador venimos encadenando durante la última década tres crisis con pocos precedentes en nuestra historia: la de la economía, la de la salud y la de la seguridad.
Desde 2014, cuando empezó la caída de los precios del petróleo y se hizo insostenible el modelo de dispendio y corrupción del correato, el país entró en una fuerte crisis económica que se volvió aún más aguda con el terremoto de Manabí de 2016.
Podría pensarse que un país acostumbrado a las subidas y bajadas de sus exportaciones y a eventos destructivos de la naturaleza, saldría de la crisis como otras veces. Pero no fue así.
Esa edición del ciclo auge-crisis fue mucho más aguda y no solo que impidió llevar adelante el proyecto de eternización en el poder que tenía Correa, sino que dejó una herencia funesta de déficit fiscal, obras faraónicas inconclusas y gigantismo burocrático.
Los gobiernos que siguieron debieron renegociar la deuda y buscar financiamiento, mientras enfrentaban las otras dos crisis. La pandemia asomó su cara desconocida y terrorífica en el primer trimestre de 2020 y solo pudo superarse por la invención de las vacunas en el exterior y el extraordinario logro de inocular a 9 millones de personas en los primeros 93 días del Gobierno de Guillermo Laso.
Saliendo de ella, hizo su aparición la tercera crisis, con los primeros cuerpos colgados de los puentes o decapitados en las cunetas, mientras las cárceles se volvían ingobernables y se convertían, al igual que barrios y ciudades, en territorios de disputa asesina.
Pronto las muertes por violencia se incrementaron de manera espeluznante. La medida estándar de homicidios por cada 100.000 habitantes muestra que estos pasaron de 7,8 en 2020, a 14,02 en 2021, a 25 en 2022 y a 42,6 en 2023, según Statista.
Esta furia asesina nació de la intensificación del trasiego de droga por bandas ligadas al crimen internacional. Se lo vio en el incremento de los decomisos por la policía: 128 toneladas en 2020, 210 en 2021, 201 en 2022 y casi 220 en 2023. 530 toneladas de droga durante los 30 meses del Gobierno de Lasso.
Nos sumimos en desconcierto, dolor e indignación con el asesinato de Fernando Villavicencio, valiente paladín de la denuncia periodística y política, y, por si fuera poco, con el amanecer de este año, las bandas opusieron un inédito popurrí de atentados que sembraron el terror.
Fue su reacción a la denuncia fiscal del caso Metástasis, la presencia de soldados en las calles y el anuncio del presidente Daniel Noboa de cambiar de domicilio a los cabecillas presos, multiplicando fugas, bombazos, incendios y asesinatos, en un verdadero desafío al gobierno, al estado y a la sociedad, que fue respondido con la declaración de conflicto armado interno.
La confluencia de estos tres fenómenos tiene al país en una crisis verdaderamente existencial. Los ecuatorianos estamos conviviendo con la ansiedad, y por supuesto que no podemos normalizarlo.
Vemos, no sin asombro, que los soldaditos de la droga son solo unos desarrapados jovenzuelos, como los que se tomaron TC o el hospital de Yaguachi, y nos preguntamos, y tal vez hasta las propias Fuerzas Armadas se preguntan, si no habrá combatientes más aguerridos y entrenados, esperando el momento propicio para una reacción, o si no habrá otro estallido, como los levantamientos indígenas de 2019 y 2022, con sus bandas delincuenciales infiltradas para provocar ataques y destrozos.
Por ahora, sin embargo, debemos hacer un esfuerzo y tranquilizarnos. La acción de la fuerza pública empieza a dar resultados. Sus muestras son la liberación de los rehenes de las cárceles, el control efectivo de las mismas, los operativos en varias partes del país, el espectacular decomiso ––el mayor de la historia del Ecuador y, probablemente, del mundo––, de 22 toneladas de cocaína en la chanchera de Vinces, y las demás capturas de drogas en enero, junto con los más de 3.000 presos y los 158 procesados por terrorismo.
Expresar la tristeza es muy terapéutico, casi liberador. Pero en encrucijadas como estas es cuando se mide de qué están hechos los pueblos. No debemos dejarnos ganar por la angustia. Nuestra misión, no solo como analistas, como educadores y directores de grupos, empresas y asociaciones, y sobre todo como padres y abuelos, es aferrarnos a una esperanza que no es ilusa y saber que, a pesar de todo, Ecuador triunfará.
Esto es más fácil decir que hacer. No es la tontería de los supuestos coaches, con el “tú puedes”, sino poner factores de protección de la salud mental, gestionar el estrés y no variar en el convencimiento de que Ecuador tiene reservas morales suficientes y una historia de resiliencia, fe y cultura que le permitirá reconstruirse tras esta hecatombe.