El Chef de la Política
Una sociedad pasmada
Politólogo, investigador de FLACSO Ecuador, analista político y Director de la Asociación Ecuatoriana de Ciencia Política (Aecip).
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Ese es el resumen sucinto del estado en el que nos encontramos. Alelados, atontados, distraídos, despistados, ensimismados. Sin reacción frente a lo que ocurre y deja de ocurrir en la política, la economía o las distintas facetas de la vida social. Todo lo miramos desde el rol del observador que no se inmuta, se limita a tomar notas y busca, ante todo, mantener a buen recaudo la bitácora. Nuestra memoria histórica debe guardarse en algún lugar seguro pues, cuando la impavidez sea superada, hay que echar mano de lo escrito para alegar que, lo que en el futuro ocurra, sí fue previsto oportunamente. Hasta tanto, seguimos en la sociedad pasmada. La que no se inmuta. La que relativiza los hechos degradantes que azotan a la vida pública del país y a la vez se muestra indiferente con los pocos ejercicios de vida ciudadana que aún se pueden ver en algunos sectores y actores.
Las organizaciones sociales no aparecen. Tampoco las universidades o los gremios. Nada ni nadie. Desolación total. Es como si una invidencia intelectual nos fuera consumiendo de a poco a todos. El ensayo sobre la ceguera de José Saramago, en versión ecuatoriana. Aunque procuramos leer los hechos de la vida pública del país, no lo logramos. Una suerte de alexia social. Acá no hay lesión cerebral, como en el síndrome clínico de la neurología, sino afectación de la criticidad. Ese es el diagnóstico. El tratamiento está por verse pues, como en muchas de las adicciones, es necesario que primero el paciente reconozca que existe un problema.
Pero da la impresión de que aún no llegamos a ese punto de observarnos, confrontarnos y asumir que algo nos pasa. Una sociedad pasmada, como la ecuatoriana hoy en día, no es una sociedad con salud cívica. Los síntomas están a la luz del día. Basta ver nuestra posición en cualquier ranking de democracia, transparencia o derechos sociales para evidenciar que no vamos bien y que, bajo nuestro cuadro clínico de sociedad pasmada, tampoco se observa en el futuro cercano una salida. Estamos a la cola de cualquier medición y nuestros números son similares o peores que muchos de los países africanos. Desde luego, la excepción está en los indicadores de corrupción pues allí, cada vez con más ahínco, nos acercamos a disputar el liderazgo a nivel planetario.
Lo más grave de vivir en una sociedad pasmada es que ese el escenario perfecto para que unos cuantos aprovechen y se lleven lo poco que queda del país. Sin referentes de ningún tipo, los que pueden acceder al poder político a golpe de billetes, viven su momento de esplendor. Deciden por nosotros bajo el discurso del interés nacional y nos encierran más entre la pobreza y la desesperanza. Esos pocos que se benefician de nuestra impavidez, tienen la gran ventaja de que, bajo esa condición social, nadie objetará sus declaraciones y menos sus acciones. La impunidad campea cuando la ciudadanía se amodorra. Peor aún: se acerca un nuevo proceso electoral y ahí se verá con mayor nitidez los efectos de vivir en una sociedad pasmada. Contemplaremos las candidaturas, nos escandalizaremos por un par de días al ver la decadencia ética a la que hemos llegado y luego continuaremos en el proceso de degeneración social al que desafortunadamente nos estamos conduciendo.
El diagnóstico puede parecer exagerado y ojalá así sea. No obstante, en el día a día hay tanta evidencia que apunta a ratificar la descripción de la sociedad pasmada que cualquier opinión divergente pierde aliados. En todo caso, más allá de la intensidad con la que nuestro daño social se presenta, en lo que sí hay un acuerdo generalizado es en la idea de que existen paliativos a los que el país puede recurrir. Uno de ellos, relativamente fácil de practicar, va en doble vía. Por un lado, implica el fortalecimiento de las voces de la ciudadanía honesta y con vocación cívica. Por otro lado, conlleva la minimización de los espacios para aquellos que aparecen como adalides de las virtudes democráticas cuando en realidad no son más que piezas del crimen organizado, la delincuencia común o la política de más baja ralea.
En lo dicho hay un tratamiento discriminatorio, efectivamente. Pero ese tratamiento discriminatorio está dado en función de los intereses del país. Hay intolerancia también, por supuesto. Pero es la intolerancia que se debe tener frente a quienes afectan el porvenir de la ciudadanía, en especial de la más necesitada. En discriminar entre unos y otros actores, los medios de comunicación tienen un papel trascendental que cumplir.