De la Vida Real
La dura batalla de hacer las compras y los encargos
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Mascarillas, guantes, alcohol, plata, licencia, gel desinfectante y lista de compras.
Me subí al auto aterrada de salir de la casa luego de 25 días encerrada. Pero, al mismo tiempo, sentía una gran adrenalina y la responsabilidad de ir al campo de batalla. Como soy la designada oficial de las compras, me toca estar preparada.
Fui al supermercado, el que queda cerca de mi casa. Había una fila interminable de gente. Entonces decidí ir a comprar en las bodegas (distribuidora de productos al por mayor). Fue la mejor decisión que pude haber tomado.
La gente hacía fila, pero afuera de los locales, en la calle, respetando la distancia. Todas las personas estaban con guantes y mascarillas. Vi que alrededor había muchos locales cerrados. Pude darme cuenta la cantidad de negocios informales que hay.
Mientras esperaba mi turno, me fui a comprar las frutas y verduras en una camioneta. Pero, antes de eso, pasé por el carro viendo mi frasco de alcohol. “Señor, le encargo un ratito el puesto. Voy a comprar al frente nomás”, quien contestó el clásico “vaya no más”.
Compré tomate, cebolla, lechuga, pepinillos y ajo. Cada cosa que me entregaban era desinfectada por una sobredosis alcohólica de mi parte. Pasé dejando en el auto las compras antes de continuar en la cola. Faltaban cinco turnos más.
Dentro de las tres listas interminables de encargos, había cosas de farmacia, pastillas para la presión de mi papá, el champú para mi mamá, las gotas de ojos para mi tía, una crema especial que me encargó mi tío y así…
Entré a la farmacia. Me pusieron gel desinfectante en las manos e hice mi pedido. Encontré todo. Me sentía tan orgullosa de cómo fluían las cosas.
Pasé por el carro dejando las bolsas y volví a hacer fila. Ya había perdido mi puesto, pero bueno, me tocaba esperar tres turnos. Pasó un camión lleno de frutas. Un defecto grande que tengo es no saber esperar. Entonces decidí decirle a la señora que estaba adelante mío: “Ya vengo. Me da cuidando mi puesto. Solo voy a comprar al camión un ratito”.
Compré manzanas, peras, papaya, sandía, naranja y limón. No hubo achotillos, pero sí mango verde. Compré plátano, también. Le puse tanto alcohol a cada fruta, que la vendedora me dijo: “Vaya, vaya a poner más allá. ¿No ve que me contamina todo?”
De nuevo pasé dejando en el auto las compras respectivas. Para esto, cada vez que abría y cerraba la puerta, me ponía medio frasco de gel.
Volví a la fila. Por fin me tocó. Saqué la lista...y solo se veían manchas. El alcohol borró todo. Claro, cada abierta y cerrada de la cartera era una puesta extra de alcohol. Bestia, ese rato a hacer memoria y a tratar de interpretar lo que la tinta dispersa decía.
¡Qué angustia! ¿Cómo les iba a explicar a todos lo que había pasado? Me iban a decir que soy una exagerada. Entonces compré al tanteo. El señor, que no me dejó entrar a la tienda, me entregó las cosas. Saqué el alcohol y, como si fuera un ritual sagrado, lo esparcí en cada funda. Hacía tanto calor, que de una vez me puse un poco también. Qué delicia fue sentir ese friecito, además de la sensación de desinfección.
Al regresar a mi casa, vi mucho policía municipal junto a las tiendas y al mercado. Más arriba, por el parque central, mucho movimiento de comerciantes. En el semáforo en rojo se me acercó un señor a vender mascarillas reutilizables. Sé que hice mal en no cumplir con las reglas y compré diez, sentí que debía aportar al medio ambiente y a la economía local.
Total, de alguna manera hay que reactivar la economía, pensé. Ya tenía limones y le compré 20 más al señor de la esquina. La gente de verdad se arriesga para ganarse la vida. Puse tanto alcohol, que el señor me dijo que le iba a dejar ciego y entre risas acotó: “Regale un poco mejor”. Y me puso sus manos para que le echara un chorro.
Sí, reconozco que le puse demasiado. Se tuvo que secar las manos en el pantalón. Seguí por la principal y vi gente montando bici y muchos haciendo deporte, sobre todo trotando con unas pintas muy coloridas, sin mascarillas ni guantes. Pero en este sector no había ni un solo municipal. Seguí y traté de buscarle al señor que vende empanadas, las mejores del mundo, pero no le encontré. ¿Qué será de él? Pensé.
Llegué a la casa. Me bañé, me cambié y, mientras tanto, se repartieron las compras mis tíos y mis papás. Aquí estoy escondida en el baño y solo oigo, a lo lejos, sus quejas y reclamos:
–No ha traído el arroz ni el aceite.
–¿Para qué que tanto manjar de leche?
–Tampoco ha traído el pollo que le pedí.
–¿Qué tal la Valen?
–La lechuga está café, como marchita.
Lo que no saben, es lo desinfectada que está la lechuga. La próxima le mando a mi marido. Yo no salgo más.