Esos DJ que nos están matando
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Fui el domingo a comprar frutas en La Floresta. Al estacionarme en el redondel y abrir la puerta del auto, me asaltó un ruido tan brutal que volví a cerrar la puerta y me marché.
¿Qué sucedía? Que habían colocado unos parlantes descomunales para alguna sesión dominical de aeróbicos y unas diez personas –creyendo que mejoraban en algo sus físicos con unos pocos ejercicios– dejaban que sus oídos, como todos los oídos del barrio, fueran agredidos salvajemente, causando daños progresivos e irreparables no solo al sistema auditivo sino al sistema nervioso e inmunológico.
Me dirán que exagero. Lo mismo me están diciendo desde los años 80, cuando empecé a reclamar por el volumen cada vez más alto, no digo en discotecas como el Seseribó, que vaya y pase, sino en bares y restaurantes y en reuniones privadas.
Desde entonces estamos obligados a conversar a gritos porque no hay potencia humana que logre que, por ejemplo, un DJ baje el volumen de la música que pone. Creen estos especímenes que son artistas y te miran como si le estuvieras pidiendo a Paul McCartney que modifique los acordes de 'Hey, Jude'.
Sí, de vez en cuando alguien eleva su voz de protesta. Hace poco, en su columna, Mónica Varea denunciaba el estruendo infernal de los conciertos de reguetón que se organizan en el Olímpico Atahualpa. Y que empiezan un día antes.
Diez cuadras a la redonda del decrépito estadio convertido en un inmenso parlante, los vecinos son agredidos periódica e implacablemente. Pensando, además, en los chicos que asisten al estadio, Mónica dice que se está formando una generación de sordos.
De allí la expansión del tinnitus, pienso yo, de ese zumbido pernicioso que afecta cada vez más a los jóvenes. Y a los músicos. Y a muchos adultos que pasaron por los walkmans a toda madre y los conciertos de rock y los parlantes estrepitosos en autos, dormitorios y al aire libre.
Disfrutar de la música reventándose los tímpanos es una costumbre tan estúpida como añadir una cuchara de ají a cada plato de comida y creer que eso mejora el sabor y el paladar.
No es solo la música, claro, sino el estrépito creciente de las ciudades, donde no hay control de buses, pitos, alarmas, mezcladoras de cemento, almacenes que sacan parlantes a la calle, cortadoras de césped, repartidores de gas…
(Una señora dijo que votaría por el candidato a alcalde que le prometiera que hará callar la música de los repartidores de gas).
Pero el perjuicio va más allá del tinnitus y la sordera. Un reciente artículo del New York Times señala que la gente que vive cerca de los aeropuertos y las autopistas y zonas industriales la tiene más difícil, claro.
Según la investigación, en lugar de acostumbrarse, el cuerpo de estos habitantes reacciona con más agudeza pues el oído exacerbado amplifica los decibeles de manera que eleva aún más la producción del cortisol y la adrenalina; y aumenta la presión sanguínea, el sudor y la generación de células inflamatorias.
En definitiva, que la exposición continua al ruido termina afectando al corazón y desemboca en infartos. Ni más ni menos.
Pero, con tantos problemas que afectan al país, ¿tiene sentido quejarse del ruido? Creo que sí pues es parte de la contaminación ambiental, asunto decisivo en estas elecciones.
De suerte que, al estilo de la señora del gas, deberíamos votar por el candidato que garantice que hará bajar el volumen a todos los agresores sonoros, empezando por los parlantes de su propia tarima.
Prueba de fuego: así aprenderá que es más fácil controlar la Penitenciaría que controlar a un DJ.