"Al diablo lo vi en Colombia"
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Conocí a Papá Roncón, maestro de la marimba, en su pueblo de Borbón, allá por 1982, el mismo año en el que García Márquez obtuvo el Premio Nobel por una obra donde "lo fantástico y lo real se combinan en un mundo ricamente compuesto de imaginación".
Esa definición se aplica tal cual a la cultura afro. Pero, mientras Papá Roncón no era conocido todavía más allá de su tierra esmeraldeña, el colombiano se había vuelto mundialmente famoso y era calificado como "el inventor del realismo mágico".
Otra etiqueta de marketing que desmerecía la originalidad de su trabajo, pues la mezcla de la fantasía con la realidad ha sido la visión predominante de la humanidad desde las cuevas de Altamira hasta el presente.
Salvo para científicos, técnicos y algunos filósofos, la objetividad y el racionalismo nunca se impusieron realmente. Basta ver con qué irracionalidad elegimos, no presidentes sino mesías, y cómo reaccionamos ante la enfermedad, la muerte y un más allá cuyos emisarios se pasean tranquilamente por acá.
Por otro lado, la realidad misma suele ser maravillosa. Esa tarde de 1982, mirando al río Cayapas, pardo por su carga de limo, Papá Roncón le preguntó a un montubio de Los Ríos que charlaba con nosotros si era verdad que en su tierra llovían peces.
El montubio respondió que sí y que fritos con cebolla paiteña quedaban muy sabrosos.
Sonaba a cuento pero, investigado el asunto, resultó que hay más de cien casos registrados de lluvia de peces en el mundo y el fenómeno tiene su explicación científica en el viento arremolinado que levanta los peces del mar.
Años después, Papá Roncón, que acaba de morir, se convirtió en el ícono nacional de la marimba negra, más entrevistado que Petita Palma.
Pero el mejor narrador oral con el que me he topado en mi vida fue don Enrique, a quién conocí ese mismo año 82, cuando vivía en una choza muy pobre de Atacames.
Don Enrique conjugaba algunas características que lo volvían un narrador imbatible: era negro, era poeta decimero y se había quedado ciego en el mar, pues había sido pescador.
Personajes míticos de la cultura afroesmeraldeña tales como la Tunda, la Sirena y el Riviel, asomaban en sus historias tal como se le habían aparecido en su vida errante por el Chocó.
Que al Diablo lo vio en Colombia, dijo, una mañana que salió al monte con su machete. Que es un hombre elegante, diente de oro, pero lleva al rabo enrollado ahí detrás.
Deslumbrado por su relato y conmovido por su precaria situación, le pregunté que desearía que le trajera la próxima vez.
"Ese dulce de membrillo que hacen allá en su tierra", respondió.
Cuando finalmente pude volver, año y pico después, provisto de varias cajitas de dulce y otras cosas, me topé con la choza vacía. Que había muerto meses atrás, dijeron los vecinos.
Ignoro si a García Márquez le gustaba también el dulce de membrillo, pero él no inventó el comercio con lo fantástico. Lo que hizo fue trasladar a sus novelas, con enorme talento, esa visión del mundo que lo nutrió de niño en Aracataca.
Y el ritmo narcótico de la marimba de Papá Roncón, tal como el acordeón del vallenato, era fundamental para los arrullos, los velorios y otros rituales de la cultura negra tradicional, donde lo real maravilloso era cuento de todos los días.
Ojalá que el reguetón, el smartphone y la muerte de los maestros no se vayan cargando con todo.