Punto de fuga
¿Cuál feliz Día del Niño?
Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
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Ni siquiera piensen en ustedes. Quizás para nosotros ya no hay salvación. Cuando digo ustedes, cuando digo nosotros, estoy diciendo: gente adulta, hecha y derecha (o torcida, que no es poca). Los que a la vuelta de la esquina estaremos lidiando con las pensiones impagas del IESS; los que quizás, en algún sentido, conocimos un Ecuador mejor o que parecía menos jodido por todos lados, menos abocado al abismo —es tal vez mi mala memoria la que habla—. Decía, no es cuestión de nosotros sino de ellos: los casi tres millones y medio de niños que habitan el Ecuador y que el calendario señala que hoy celebran su día. ¿En qué trampa los estamos dejando metidos?
No hace falta ser pesimista para darse cuenta de que el Ecuador está dejando de ser un país para convertirse en una trampa. Lo que leyeron: una trampa de la que muchos —demasiados— están tratando de salir como sea, arriesgándose a todo; que otros continúan utilizando a su favor, para seguir enriqueciéndose de formas indignas, y que la mayoría, paralizada y abrumada, solo sufre sin saber bien qué hacer ni para qué lado coger.
¿Quién quiere dejar metidos a sus hijos en una trampa? Supongo que nadie en sus cabales. Supongo también que no puede haber millones de ecuatorianos sádicos y/o apáticos que vean, sin inmutarse, que sus hijos crecen y se forman entre todo tipo de riesgos y malas mañas. Entonces, si estoy suponiendo bien, que alguien me explique por qué una sociedad entera está haciendo entre poco y nada para cambiar esta realidad horrible.
No tengo hijos, pero tengo niños cercanos, muy queridos, cuyas vidas, presentes y futuras, me importan. Por eso nunca quisiera que ni ellos ni los demás niños de este país a los que no conozco, pero que se merecen la mejor vida posible, vivan tan de cerca los cada vez más habituales crímenes de la extorsión y el secuestro. Solo hasta marzo de este año se habían quintuplicado en comparación con el mismo período del año anterior. Los registros policiales dicen que eran más de 1.500 hasta ese primer trimestre, y seguramente apenas son una fracción de los que realmente ocurren.
Qué país de hipócritas se atreve a festejar el Día del Niño mientras permite, impasible, Herodiano, que el 20% de su población infantil sufra desnutrición crónica. En esta trampa desalmada con bandera tricolor nacen anualmente alrededor de 250.000 niños. Políticos de todo signo, dirigentes gremiales y sociales, empresarios, y todas las mal llamadas élites son responsables —por acción u omisión— de esta maldad. No hay otra forma de llamarla. Varios de ellos están primeritos posando para la foto en las celebraciones en las que participan diciendo que piensan en la niñez del país, que le desean lo mejor, que trabajan por ella, y un insufrible etcétera de lugares comunes. Sinvergüenzas (habrá excepciones, pero son eso: excepciones).
¿Alguien va a hacer, o está haciendo, algo para detener la contaminación de los ríos del país? ¿Esa agua y entorno ultra contaminados les estamos dejando a los niños de hoy y a los que vienen detrás? Si vieron el documental La vida de un río, de Jorge Anhalzer y Naia Andrade, o si se han paseado alguna vez por las riberas del río Napo (pueden escuchar un reciente episodio de Politizados que las describe espeluznantemente bien) o por las chancadoras de oro de Ponce Enríquez, o si aunque sea alguna vez oyeron las noticias sobre la minería ilegal en Buenos Aires (Imbabura), saben de lo que hablo.
Esos ríos y aguas contaminadas con mercurio, así como las economías criminales que se construyen a su alrededor, componen la herencia, el medio ambiente, que les estamos dejando a nuestros queridos —aunque más parecen odiados— niños.
Podría enumerar muchos más males que, como sociedad, les estamos ocasionando a estas almas buenas que no nos han hecho nada, que solo están atrapadas en medio de la anomia reinante y la maldad y corrupción de muchos —demasiados— que arruinan nuestra vida en colectividad. Podría, sí, pero ya no les quiero seguir amargando el sábado.
Lo último: háganles un favor a los niños de su vida y del país, y en lugar de desearles a ellos un feliz día, ustedes prométanse cambiar algo, lo que esté a su alcance (no aceptar una coima ni ofrecerla, por poner solo un ejemplo), para empezar a encontrar el camino que nos saque a todos de la trampa. Como dije al inicio, muchos de nosotros no alcanzaremos a encontrar la salida, pero los niños quizás sí. Al menos tenemos que intentarlo.