Una Habitación Propia
Destino turístico: la mujer
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
Actualizada:
Por esas cosas de la vida estuve hace poco en un país asiático de esos que tienen fama de permitir las mayores atrocidades del planeta a los seres más atroces del planeta. Turismo sexual, le llaman, cuando en verdad debería llamarse turismo predador, turismo del asco.
Pese a que mis amigos y yo hicimos todo por evitarlo, terminamos en las calles de la prostitución disfrazada: aquella que parece que chicas jovencísimas y hermosas conversan y comparten una noche de diversión con ancianos blancos, sesentones estadounidenses o británicos de caras coloradas por el calor y el trago, muchachos con aficiones pérfidas que prefieren pagar para hacer lo que les dé la gana.
Hombres que van a tener sexo con mujeres casi niñas por unas monedas.
Hombres que hacen despedidas de solteros en las que las mujeres son una parte más del festín de drogas, alcohol y libertad absoluta para humillar a la gente más necesitada.
La película 'The Hangover' hizo famoso a ese país por las cosas que se pueden hacer con dinero y estupefacientes.
No me malinterpreten, no soy puritana. Yo disfruto del alcohol como la que más -aunque ahora tengo unos chuchaquis que me duran cuatro días- y también he tenido mi ración, aunque pequeña, de alguna droga que circulaba por ahí.
No juzgo ni a los bebedores ni a los que se drogan. Cada uno hace con su cuerpo lo que quiere, aunque, y eso es tema para otra columna, esa droga que se consume destruye la vida de miles de personas en los países que la producen.
De lo que quiero hablar es de esas niñas, esas muchachitas. Subidas en botas imposibles, con faldas que apenas tapan sus cuerpos, son como esos animales que se devoran los animales más grandes.
La gente viaja a ese país para hacer cosas terroríficas con esas niñas. Lo que pasa ahí es posible que sea difícil que pase en otro sitio: la cloaca del mundo donde viajan los europeos y estadounidenses a dar rienda suelta a sus perversiones.
No hablo de la prostitución, ojo, la prostituta es una mujer que ha tomado la decisión de serlo y yo la respeto. Hablo de los clientes: gente que se ríe de la necesidad de esas mujeres y que piensa que está haciendo bien al recorrer el mundo para encontrar chivos expiatorios para sus filias más pavorosas.
No me puedo imaginar lo que les hacen en los cuartuchos que hay sobre los bares.
Sus caras son brillantes como sus ojos. Hay algo de cacería y mucho de perdición. En esa zona de la ciudad el aire es tóxico, nuclear, huele a sexo.
Alguien me decía que tal vez sea la última oportunidad de esas personas de acariciar el cuerpo de una mujer, de sentirse deseados, de tocar y que los toquen, de volver a ser el hombre sexual que fue algún día y que la edad le fue arrebatando cruelmente.
Me decían también que flirtear con una mujer más joven no es ilegal, como tampoco lo es acostarse con ella.
Para mí es más turbio: considerar turismo acostarse con chicas, probablemente menores de edad, es la muestra máxima del perverso mecanismo de la desigualdad social.
Voy porque puedo, te exploto porque puedo, te hago cosas inenarrables porque puedo.
Soy blanco, tengo dinero, tengo derecho a hacerle a estas personas desfavorecidas lo que me dé la gana por unos dólares.
El país del que hablo es un lugar maravilloso donde hay una fe que no he visto en ningún otro sitio y, al mismo tiempo, hay barrios enteros donde parece que dios hubiera abandonado a la humanidad a su suerte.
Mi imaginación es inmensa y viaja a esos zaguanes donde pasan las cosas que nadie nombra, pero sabe que existen.
Yo sé que existen, la gente que vive ahí sabe que existen, los viajeros que reservan un vuelo a ese país saben que existen.
El país como un gran prostíbulo donde prácticamente es una madame quien te sella el pasaporte.
El recorrido por esa zona, llena de puestos callejeros de venta de viagra, condones y vibradores, me dejó un sabor sucio en la boca que los templos y el color turquesa sobrenatural del agua no me han podido quitar.
Cuando el sexo con menores o mujeres y hombres que aparentan serlo es el atractivo turístico de un país, una parte de tu espíritu muere irrevocablemente.
Después de la noche con farolas de colores y ron de dudosa calidad imagino a esas muchachas desguanzadas recorriendo el camino que las lleva a su casa tal vez maldiciendo la necesidad de los dólares de esos hombres viciosos.
No conocen otra cosa.
Y otra vez la mujer, la niña, se convierte en un objeto que se puede vender y comprar aunque en el folleto de información turística nada más se hable de budas gigantes y la playa donde filmó Di Caprio una de sus películas.