De la Vida Real
El campamento vacacional es toda una aventura
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Llegaron las vacaciones, lo que significa buscar algún tipo de actividad para los guaguas. El problema es que todos los campamentos vacacionales que averigüé estaban carísimos y quedaban lejísimos.
Le llamé a mi amiga Tato a preguntar qué iba a hacer con sus hijos este verano, y me dio el dato de un campamento aquí en el Valle de los Chillos, cerca de su casa y a 10 minutos de la mía.
El primer día les fuimos a dejar a los guaguas. En el cronograma que nos mandaron decía que les llevarían al Pasochoa. Mis hijos no son muy aventureros. Estaba aterrada, no por la actividad, sino porque me imaginé el chorizo de quejas que me darían cuando les retirara, y oírles quejarse tanto, la verdad, me da pereza.
Juré que me reclamarían que por qué les metí en un campamento donde les obligan a ir de paseo. Pero qué va. Se subieron felices al auto y no se callaron contándome lo hermoso que habían pasado.
El martes fui a verlos antes de hora y vi cómo les sacaban el aire a mis chiquitos. Les hacían sentadillas, piques, flexiones de pecho, llenar unas cubetas con arena. Entrenamiento militar, amebas. Pero todos los niños estaban felices, se reían a carcajadas, se molestaban con los profesores. Cada quien es feliz a su manera, pensé.
El viernes les fui a dejar, y el profe, un chico de unos 29 años, altísimo y guapísimo, me dijo que necesitaban bicicletas para ese día. Le dije que nuestro portabicis estaba roto.
"Valentina, las excusas aquí no existen. Le mando el contacto de un señor que tiene una camioneta de alquiler para que traiga las bicicletas de sus hijos. En el esfuerzo está la felicidad".
Resignada a complicarme la mañana, llamé al señor de la camioneta, y en menos de 15 minutos estuvo en mi casa, montamos las bicis y fuimos a dejarlas.
El señor de la camioneta me dijo:
Seño, usted no sabe cómo son estos chicos. Nos contratan para que les subamos a la cruz del Ilaló por unos caminos hechos pedazos. Ellos desde ahí arribota se bajan en las bicicletas a toda velocidad.
Llegan sudaditos, y otra vez subimos, hasta cinco veces por día subimos y bajamos, y no es barato. Les cobramos USD 15 la carrera. Y ellos, que son bastantes, hacen vaca y nos pagan sin regatear. Hasta colas nos saben brindar, son buenas personas, pero muy deportistas para mi gusto.
Esa mañana sentía que tuve mi dosis de aventura innecesaria pero encantadora. Bajamos las bicicletas de la camioneta, y de reojo les vi a mis niños y a los hijos de la Tato. Estaban tan felices en sus actividades. Unos hacían gimnasia, otros jugaban fútbol, un grupo estaba con las bicis, los otros escalaban.
La Amalia me alcanzó a ver y se acercó corriendo:
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- "Ma, este es el mejor campamento de mi vida, pero de gana me trajiste la bici, sabes que soy pésima. Aquí hasta lo feo se termina amando. No quiero amar la bici. Ese deporte es de mi ñaño. Llévate no más, me dijo en voz bajita".
- "Reina, ya traje, así que a amar la bici".
- "Bueno ma, pero luego no me meterás en clases profesionales, porque de aquí voy a salir mejor que Carapaz, verás" -y se fue.
El Pacaí también me vio, de lejos me alzó la mano y siguió escalando en un muro increíble que han tenido para escalar. En su vida se ha trepado ni a una tapia. Pero me sentí tan feliz de verle ahí arriba, ya grande, seguro de él, confiando en un arnés. Tuve ganas de correr a darle miles de besos, pero me controlé.
El Rodri no me vio, pero yo le vi por un largo rato jugar fútbol. Cuando veo a mis hijos de lejos me dan ganas de llorar, me emociono, me lleno de orgullo. Les veo como obra de arte con vida, y se me olvida lo mal que me caen a veces, cuando les veo de cerca y friegan mucho.
Regresé a mi casa con don José, el dueño de la camioneta, y me dijo: