Columnista Invitado
Demonios y ángeles
Luis Alberto Elizalde Yulee, es arquitecto, cocinero y escritor.
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Deben batallar alrededor del presidente Guillermo Lasso todos los días. Afuera y adentro.
La contienda entre el bien y el mal, lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, que tan clara es en la vida privada, no funciona de la misma manera en la política, donde nada es blanco o negro y las líneas de legalidad se enredan con las de justicia reparadora y otras denominaciones, creando matices morales y éticos que son una realidad, aunque nadie la confiese públicamente.
Un año después de iniciado su mandato, casi nada ha salido como lo tenía planeado y el panorama para los tres años que le quedan es incierto y poco alentador.
Ha perdido la iniciativa y empieza a parecer un gobierno en transición.
Gobernar exige abstraerse de lo personal y de lo espiritual, pues el fin último no es la salvación del alma, sino administrar en la tierra, solucionar realidades y necesidades mundanas, inmediatas, en un país complejo, bochinchero y golpista por tradición, con grupos sociales empoderados de su identidad, reclamando por las buenas o las malas sus derechos y las utopías que les han vendido sus mesías.
El debate entre las 'líneas rojas' y los límites de la conducta política, que no deberían sobrepasarse, lo ha acompañado desde el primer día, casi siempre de manera incoherente, lo que probablemente sea reflejo de asesores ad honorem, sin responsabilidad ni compromiso formal y una mentalidad dubitativa de quien los escucha.
Lo vimos durante las negociaciones para poner fin al levantamiento indígena, en las cuales pasaba de la intransigencia a la cesión incondicional de un día para otro.
O cuando estuvo dispuesto a aliarse con Jaime Nebot, el PSC y el correísmo, firmando un pacto para conseguir gobernabilidad, con el aval de Monge y sus allegados, que abortó por temor a la indignación de una opinión pública expresada en redes sociales, gracias al desliz del imprudente casi desconocido político de entonces, el actual ministro Francisco Jiménez, que reveló a cambio de qué sería el apoyo correísta al acuerdo.
Era el Yo de un futuro gobernante que sabía que debía contar con los ángeles y los demonios a su favor. Pero dudó y retacó.
¿Qué hubiera sucedido si esta alianza no se rompía? Seguramente habría sacrificado un importante capital político al inicio de su gobierno y recuperado al poco tiempo gracias a la exitosa campaña de vacunación que vino después, además de conseguir un clima de estabilidad y la aprobación de leyes que ahora serán imposibles de pasar.
Igual, el correísmo seguiría maquinando y conspirando para conseguir sus objetivos de impunidad, la revisión de las sentencias de sus prófugos y el regreso al poder.
Resultado: no ganó popularidad ni gobernabilidad, se convirtió en rehén de los taimados Pachakutik y de una Izquierda Democrática (ID) oportunista. Sin pan ni pedazo, reaccionario y sin iniciativa.
El precio de la inconsistencia.
"… no debe ser prisionero del sectarismo de sus ideologías, ni de los partidos políticos, incluyendo los propios…" fue el consejo que dio El Cachorro cuando eran amigos.
Tal vez el Presidente debiera escuchar menos a sus devotos y más a sus enemigos.
Un gobernante no sujeta sus decisiones a las quejas que vienen de la calle, que pueden ser fácilmente manipuladas por las emociones, ni dar la impresión de ir un día para un lado y al siguiente para el otro, como una nave sin rumbo fijo y con un capitán al vaivén del viento que no sabe cómo aprovechar para dirigirse a buen puerto.
Debe entender que el poder se ejerce o se pierde, no hay medias tintas.
Tiene que conseguir aliados y mejor si conoce cuál es el precio. El hombre del maletín tiene muchos espejos de colores que ofrecer sin regalar hospitales, peajes y entidades de servicios públicos. Hacer lo necesario. Rodearse de palomas, pero también de halcones.
Recobrar la iniciativa, dictar la agenda, arriesgar. No habrá otra oportunidad para él ni sus ángeles.