De la Vida Real
Y entré a un curso virtual para hacer pan...
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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En este tiempo mis emociones han sido una montaña rusa. Muchas veces he amado con pasión desbordante la cuarentena y, otras tantas, la he odiado con verdadera furia.
Hay días en que las horas se me quedan cortas. Otros, en cambio, siento que la vida se me va sin hacer nada. No tengo registro consiente de en qué momento tomo las decisiones, pero las tomo con una admirable determinación.
De pronto, me encontré pagando USD 15 por un curso virtual de panadería. No sé cómo llegó a mis manos esta información, pero me pareció una excelente idea aprender a hacer pan. En cuánto tiempo, no sabía. Pero a la falta de tiempo hay que sumarle la poca habilidad culinaria que me caracteriza.
Me matriculé el domingo en la noche y el lunes a las 15:00 estaba lista para mi primera sesión. Me sentía nerviosa. Debo confesar que me puse una blusita decente, me ricé las pestañas, me delinee los ojos y hasta me pinté los labios de color rojo.
Tenía que ir guapa a mi primer día de clases.
Pero me percaté tarde que no tenía harina ni levadura. Iba a estar de oyente. A los primeros diez minutos, se me fue la señal del Internet. Un compañero me aconsejó apagar la cámara, convirtiéndome así en alumna vidente y oyente.
De pronto hubo magia. Todos los compañeros nos hicimos amigos, hablamos entre nosotros, pese a la insistencia de la profe: “Chicos, apaguen o pongan el micrófono en mute”.
Nadie sabía bien cómo poner en silencio los micrófonos. Por eso, nos enteramos de las cuentas de Juan, también supimos que Marujita habla sola porque vive sola y que a Marco le encanta tener limpia la cocina, y Sara no se pierde ni un solo capítulo de la Rosa de Guadalupe. Este curso fue lo mejor que me ha pasado en la cuarentena.
En los cinco días del curso jamás hice un solo pan, pero siempre a las 15:00 estaba puntualmente conectada.
Si el curso hubiera sido presencial, sé que me habría hecho íntima amiga de Marujita, una señora que ha de tener unos 70 años, nacida en Quito, pero que vive en Ambato, un encanto: chistosa, buena gente y de alma abierta. Nunca silenció el micrófono, fue tan lindo oírle decir lo que pensaba mientras amasaba, hasta nos confesó que en su casa hay fantasmas que siempre andan haciendo ruidos.
Este curso fue eso, un compartir en las cocinas de seres absolutamente desconocidos, que día a día nos fuimos mezclando como la harina con el agua, el azúcar con la levadura.
Fuimos compartiendo experiencias de vida, risas y llantos. Mientras uno cocina, habla, piensa y comparte. Yo solo compartí, porque no amasé ni el recuerdo.
Hubo un señor que, como yo, no hizo nada. Todas las tardes prendía la cámara, ponía 'mute' al micrófono y se sentaba a ver lo que hacían los demás. Sonreía constantemente.
Estaba Edward, el más simpático de todos. Debe ser un señor súper inteligente porque entendía de una todo y salió hecho un panadero profesional. Cuando su masa estaba lista y amasada le hacía bailar frente la cámara. Su pan tenía personalidad.
Estaba Gonza, que quería aprender a hacer un masa perfecta, aunque siempre le salía mal. Su pan era un desastre, y la Marujita le consolaba diciendo que a ella también le salió pésimo el pan: “más duro que una piedra”.
Las risas iban y venían.
Evelyn, la profe, se pasaba rogando que nos calláramos, pero la sinergia grupal leudó, y no entiendo cómo todos terminamos siendo cómplices de alguna manera. Janine era la compañera más responsable. Antes de empezar la clase, ya tenía todo listo.
Fueron cinco días de convivencia, de entrar a la casa del otro y de conocer su entorno. Yo, de cuando en cuando, prendía la cámara para que me vieran. Quería también ser parte de ellos. Y, poco a poco, noté que las personas que tenían la cámara apagada también la prendían de rato en rato, y así todos compartíamos algo único: un momento y un espacio de este encierro que nos permite salir de la rutina.
Fue de verdad una experiencia muy extraña. Tal vez porque la cocina permite que se produzca esta magia. Mientras cada uno amasaba a su ritmo, cada uno con su estilo, estábamos compartiendo mucho más que un conocimiento.
Se oían que los acentos de los compañeros, al igual que la variedad de panes que hicimos, bueno, que hicieron. Y Evelyn, la profe, tuvo la habilidad de manejar a este grupo tan disperso.
Estoy pensando que mi siguiente curso será de mecánica automotriz y así aprenderé a distinguir un radiador de una batería. Hoy mi carro no se prendió. ¿Será por la batería o será el radiador? Con las ganas que tenía de ir a comprar harina y levadura para hacer pan.