Hace pocos días se llevaron un cadáver cerca de mi casa. Lo mismo pasó en la urbanización de mi amiga María Alina, quien teme incluso asomarse a su ventana.
A pocos kilómetros, en el norte de Guayaquil, nuestra colega Gisella lloraba la muerte de don Gary, su padre. Mientras, en el hospital del Guasmo, al extremo sur, falleció mi exjefe, Ángel, cuyos pulmones pelearon contra lo todavía desconocido.
Piensas que nunca te va a tocar. Piensas que todo es tan, tan lejano, hasta que la desgracia te empieza bordear.
Intentas abstraerte de la realidad. Consumes menos noticias, desactivas las notificaciones de Twitter o silencias los grupos de Whatsapp. La realidad igual te busca y golpea. Ya no son números: es cuando el dolor tiene rostro.
Abrazo a Cayetana, mi hija de 23 meses, y acaricio el vientre de mi esposa, Daniela, hoy con ocho meses de embarazo. Trato de parecer fuerte, no comentar, por ejemplo, sobre la muerte del bebé de siete meses en Sucumbíos o el colapso en hospitales, funerarias o los cuerpos inertes que llevan días en sus lechos sin la autoridad que haga el levantamiento y, luego, sin poder ser cremados.
No, nunca nos va a llegar, te repites en tu cabeza, como si vivieras en una fortaleza que espanta ese invisible y mortal virus. Pero no. Somos como el resto.
La humanidad se asoma a una tragedia sin precedentes que nos pone a todos donde siempre hemos debido estar: en el mismo nivel. He leído a personajes conocidos que, desde sus poderosos reductos llamados redes sociales, piden a gritos más celeridad para que les hagan las pruebas porque presentan los síntomas. Ya no puede haber privilegios. Somos iguales. Simplemente, el sistema sanitario ha colapsado. No hay reactivos.
Ya no somos los mismos. Tu perspectiva cambia. Y en estas circunstancias buscas desesperadamente esperanzas. Eso que también debemos transmitir los periodistas.
Estos días he releído a Viktor Frankl, el médico, filósofo y psicoterapueta que dejó para la posteridad uno de los libros más leídos de la historia, El hombre en busca del sentido. Lo escribió tras sobrevivir a Auschwitz. Si alguien sabía de guerra y la naturaleza humana, sin duda, era él.
Dos citas me han marcado. La primera: “Y resulta significativo cómo estas muertes individuales, personales, todas trágicas, pero distintas, pesan mucho, influyen mucho más en nuestra sensibilidad que los millones de muertos anónimos reflejados en las estadísticas”.
Los boletines diarios de la Secretaría de Gestión de Riesgos en Ecuador hablan de números. Suman los fallecidos. En eso la funcionaria a cargo tiene una frialdad impresionante, como si hablara de cualquier cosa. Pero cuando comienzas a conocer nombres, edades, oficio, parentesco, cercanía, el temor recorre tu cuerpo. Porque, cuando me toque a mí, seguramente, seré una cifra más. Eso somos: iguales.
La tragedia también nos está dejando una gran lección de humanidad, empatía y respeto al entorno. La pandemia nos desnuda y muestra la esencia del ser humano. Y de allí la segunda cita de Frankl, una que habla del amor, pese a lo cruda que pueda ser la realidad:
“Ignoraba si mi mujer vivía y no tenía medios para averiguarlo, pero en aquel momento esa cuestión había dejado de inquietarme. No sentía necesidad de comprobarlo; nada afectaba a la fuerza de mi amor, a mis pensamientos y a la imagen de mi amada. Si entonces hubiera sabido que mi mujer estaba muerta, creo que -insensible a la noticia- habría seguido contemplando su imagen y hablando con ella con igual viveza y satisfacción”.
Entonces, el autor recoge una cita del Cantar de los cantares, que puede servir de epitafio: “ponme de sello sobre tu corazón (…) pues fuerte es el amor como la muerte”.