Una Habitación Propia
Cuando se iba la luz volvía mi papá
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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Cuando éramos niños se iba mucho la luz. Seguro que la gente de mi generación tiene fresca en la memoria la correteadera buscando las velas, las largas noches sin televisión.
Yo lo que más recuerdo de esos apagones tan frecuentes es el puntito de luz naranja del cigarrillo de mi papá y su voz más viva que ninguna llama contándonos anécdotas de su infancia y su juventud.
Mi papá era un maravilloso contador de historias. Sabía dónde poner las pausas y cómo convertir todo lo que le pasó en la vida en un relato apasionante. En esas noches a oscuras mi papá era Gulliver, Hércules, El Principito, Lawrence de Arabia, Neil Armstrong, Billy the Kid, Humboldt, Elvis Presley, El Cuentero de Muisne. Era, sin más, todos los aventureros del mundo.
Cómo nos reíamos con las historias de mi papá.
La mesa del comedor iluminada por una vela barata se convertía en la cueva primera donde el primer ser humano decidió contar a sus crías las cosas que pasaban allá afuera. Entonces nuestra casa ya no era una casa cualquiera de un barrio de Guayaquil, sino un lugar apasionante que albergaba a un superhéroe graciosísimo.
Yo rogaba en secreto que se fuera la luz para disfrutar de la voz y la memoria de mi papá.
Las otras noches, las noches vulgares con electricidad, el televisor se adueñaba de él y de todos nosotros, aunque ninguna de las ficciones que pasaban en canal 2 le llegara a los talones a las maravillas que contaba el mejor narrador que he conocido nunca.
Estoy segura de que mucho de lo que soy y de lo que son mis hermanos tiene que ver con ese tiempo de gracia que nos dieron los apagones: nos quitaban la luz, pero nos devolvían a nuestro papá.
Recuerdo esto porque hace poco leí unos textos escritos por niños peruanos en relación al coronavirus y todos ellos hablaban de la suerte de que sus papás y sus mamás estuvieran en casa todo el día.
Casi ninguno de esos niños y niñas se quejaban del confinamiento, más bien hablaban de sus papás comiendo juntos, jugando con ellos y ayudándolos con las tareas
Leyéndolos te dabas cuenta de cuánto extrañaban esos niños a sus padres.
Me conmovió pensarlos felices en medio de toda esta desgracia porque por fin habían recuperado a su papá y a su mamá de las garras del reloj, del tráfico, del malgenio, del “no me da la vida para todo”.
Así era para mí: se iba la luz y aparecía mi papá, esa otra luz inmensa.
Pienso en cuánta pena me daba que llegara la luz haciendo ese ruido de suspiro de gigante. Mi papá se levantaba y se iba a su cuarto a ver televisión.
Lo perdíamos.
Tal vez los niños están así también: rogando que no regrese la normalidad para que sus padres no se alejen de ellos.
Y eso es increíblemente triste.