Esto no es político
La institución de la corrupción
Periodista. Conductora del programa político Los Irreverentes y del podcast Esto no es Político. Ha sido editora política, reportera de noticias, cronista y colaboradora en medios nacionales e internacionales como New York Times y Washington Post.
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El proceso judicial en contra del excontralor de Ecuador, Carlos Pólit Faggioni, que se llevó a cabo en Estados Unidos y terminó con la condena a Pólit por seis cargos criminales, nos obliga a hacer un ejercicio de memoria.
Ante un contexto de violencia y narcotráfico; instituciones débiles y permeadas por el crimen organizado y una sociedad dispuesta a empeñar los valores democráticos en favor de cualquier caudillo que ofrezca soluciones, tenemos la obligación de cuestionar(nos) sobre lo que ha ocurrido para que lleguemos, como país, a este punto.
Y ese ejercicio, en ningún caso, pretende deslindar de responsabilidades a quienes tienen hoy el poder de tomar las decisiones que impactan en la vida de todos los ciudadanos. Pero un ejercicio de memoria es imprescindible para entender y evitar los escenarios que hoy le cuestan hasta la vida a miles de ecuatorianos.
No solamente aquellos que han muerto, víctimas de la violencia en las calles, si no también aquellos miles que se están arriesgando a cruzar el Tapón del Darién, por ejemplo, con tal de escapar de la violencia y la pobreza.
Carlos Pólit Faggioni es la cara de esa institucionalidad podrida. Como Contralor General de la Nación su tarea implicaba que hiciera exactamente lo contrario a lo que hizo. Él debía velar por que los recursos públicos sean usados adecuadamente, por que no haya robo ni abusos ni desvíos de fondo; por que el pueblo no sea perjudicado con el fruto de sus impuestos.
No solamente que no hizo eso, si no que, aprovechando su cargo y su poder frente a la Contraloría, pidió y recibió dinero, producto de los sobornos, de acuerdo a lo que testificaron Jose Conceição Santos —ex principal de Odebrecht en Ecuador— y Diego Sánchez —vinculado al negocio de los reaseguros—.
El ejercicio de memoria empieza en ese momento. Pólit ya fue sentenciado en Ecuador. No solamente eso.
Durante el proceso judicial Sobornos 2012-2016, se incluyó en la investigación un correo electrónico en el que Pamela Martínez —ex asesora presidencial de Rafael Correa— le escribía a su asistenta, Laura Terán —ambas sentenciadas por cohecho—con un documento adjunto.
El documento habría sido el resumen de una reunión mantenida entre Martínez y Pólit, entonces Contralor de la Nación. Según ese documento, Pólit le habría ofrecido a Martínez desvanecer observaciones de la Contraloría hacia altos funcionarios de ese gobierno.
El Contralor, encargado de vigilar —y advertir— el mal uso de fondos públicos, podría haber sido precisamente quien se encargara de hacer lo contrario: desaparecer los indicios de irregularidades.
Ya en 2018, en Ecuador, la Fiscalía General tenía un esquema claro de cómo funcionaba el esquema de corrupción: un funcionario con capacidad de decisión pactaba una coima con Odebrecht; un funcionario público adaptaba los pliegos para que esta empresa gane el concurso amañado; Odebrecht, en efecto ganaba y hacía los pagos a través de empresas legalmente constituidas; se coimaba al ente de control para evitar fiscalización.
Toda una institucionalidad para la corrupción.
Queremos creer que esto era asunto de un gobierno y creamos una narrativa en blanco y negro alrededor de esto: los de ese gobierno son malos, los de cualquier otro son buenos.
La corrupción no funciona con esa simpleza.
Es evidente que un gobierno que tuvo el poder casi absoluto durante diez años iba a tener mucha más capacidad de operar sin trabas y mucho más tiempo para que la institucionalidad sea cooptada.
Lo justo es que quienes fueron parte de esa corrupción paguen sus penas. Eso, en Ecuador, parece difícil y por eso la posibilidad de que otro país lleve a la justicia a quienes han desfalcado al país, suena alentadora.
Con una institucionalidad tan débil, la esperanza siempre parece estar lejos del país. En otra institucionalidad, con otras autoridades, en otro contexto.
Lo peligroso es que en una narrativa de blanco y negro pensemos que el interés de cooptar la institucionalidad no es una tentación constante de cualquier gobierno. Se entiende, cuánto más fácil sería para cualquier aspirante a dictador, que no haya instituciones que le pongan un freno.
Pero también es una necesidad para el crimen organizado cuyos tentáculos tienen que alcanzar la institucionalidad para poder operar sin trabas; para convertir una operación criminal en una empresa transnacional eficiente y rentable.
Y ahí es donde se cruzan ambas cosas: la política de aspiraciones dictatoriales y el crimen organizado. A ambas les beneficia una institucionalidad débil y una corrupción institucionalizada.
En la mitad, hay un país que se desangra. Quizás una sociedad civil vigilante, unos medios de comunicación críticos, unos organismos internacionales sólidos puedan ayudar a quebrar esas estructuras antes de que no quede país para repartir.