El Chef de la Política
¿Cuán corruptos somos los ecuatorianos?
Politólogo, investigador de FLACSO Ecuador, analista político y Director de la Asociación Ecuatoriana de Ciencia Política (Aecip).
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De acuerdo con el último informe de LAPOP, la permisividad de la ciudadanía ecuatoriana frente a la entrega de coimas es relativamente alta.
La primera lectura frente a ese insumo, fruto de encuestas de opinión pública, es que el proceso de descomposición social del país va en aumento y que las diferentes formas de corrupción se ventilan en todas las arenas de la vida pública, independientemente de condiciones socioeconómicas o de otro orden. Naturalizados los distintos mecanismos de acceso irregular a bienes y/o servicios, lo que quedaría por señalar es que la carga valórica de la población ha cambiado drásticamente (asumiendo que antes dicho permisividad era menos evidente) y que nos acercamos a un estado anómico.
Adicionalmente, se podría agregar que los resultados observados no son más que el reflejo de lo que ocurre a nivel de las altas instancias de toma de decisión política, donde día a día se destapan nuevos escándalos de corrupción.
Así, lo que diferenciaría a los casos emblemáticos de abuso de recursos públicos respecto a los que se dan en las interacciones cotidianas estaría simplemente en la magnitud de los intercambios.
Aunque dicha lectura de la realidad resulta coherente y quizás es la más difundida, planteo otra posible interpretación que, a manera de conjetura nada más, la dejo por acá para seguir discutiendo y sobre todo investigando. Bajo esta perspectiva, no se podría codificar a los comportamientos del común de la ciudadanía como actos de corrupción propiamente dichos sino como formas de sobrevivencia en escenarios en los que no existe otra alternativa sino recurrir a formas minúsculas de lo que, desde una perspectiva normativa, se denominaría corrupción.
La espera, por ejemplo, es uno de los mecanismos más claros para verificar lo dicho. Casuística sobra. El largo y tedioso tiempo que media entre la solicitud de una cita médica en un hospital público y el efectivo acceso a dicho servicio. Las largas semanas o meses que distancian el requerimiento de un cupo en una escuela estatal y la posibilidad de que el niño se beneficie de un derecho básico como ese. En fin, se trata del continuo esperar y esperar para realizar un simple trámite ante la administración pública.
Esa espera, esa relación entre tiempo y poder, porque en el fondo se trata de eso, como cuando el profesor tiene en ascuas al estudiante por la entrega de su tesis revisada, da lugar a que la salida que encuentra el ciudadano de a pie sea estas formas, como las coimas, de lo que podría denominarse formas subversivas de interacción social.
La persona, por tanto, no es corrupta, sino que se defiende ante una estructura estatal que es obsoleta, en algunos casos, y en otros está expresamente diseñada para que este tipo de intercambios grises se verifiquen en la realidad. Esta interpretación de la realidad es interesante pues de allí se derivan una serie de consecuencias. Una de ellas, clave y definitiva, es que lo que sucede a nivel de actos de corrupción en las altas esferas políticas no es el correlato de todo el tejido social. Como funciona en las élites, funciona en lo cotidiano es una relación que quedaría sin sustento.
Además, si esta lectura alternativa tiene asidero, la posibilidad de generar cambios está en una reestructuración del aparato estatal en cuanto proveedor de bienes y servicios.
No se trata, por tanto, solamente de que el Estado ofrezca, sino que lo haga en tiempo y forma. Reducir la espera fomentaría que los costos de transacción (el valor en dinero o tiempo que me toma obtener algo legítimo) se reduzcan y allí los espacios para que la ciudadanía se sienta impotente también tenderían a aminorarse. Desde luego, este tipo de modificaciones afectarían a las estructuras de corrupción que, a este nivel micro de análisis, también tienen un espacio digno de discutir en otro foro.
En el plano conceptual, esta interpretación también nos llevaría a movernos de la comodidad de las posiciones normativas, éticas y puramente económicas de la corrupción, hacia otras en las que la vertiente política esté presente. Dicho sea de paso, la investigación sobre corrupción ha dejado de tener una comprensión política del fenómeno hace mucho tiempo, reduciéndose casi por completo al simplismo economicista de los incentivos positivos o negativos.
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¿Cuán corruptos somos los ecuatorianos? Esa es una pregunta interesante y frente a la que convendría que abramos la posibilidad de muchas lecturas.
Solo ese espacio de dudas y opiniones diversas nos hará crecer como sociedad. Lo contrario, la visión única y excluyente de las demás, nos acerca cada vez más al obscurantismo, a anular la opinión opuesta y, en definitiva, a dejar de lado la ciencia para asumir el dogma de fe como fuente de interpretación del mundo.