Efecto Mariposa
Una reflexión desde la desesperanza
Profesora e Investigadora del Departamento de Economía Cuantitativa de la Escuela Politécnica Nacional EPN. Doctora en Economía. Investiga sobre temas relacionados con pobreza y desigualdad.
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A mediados de los noventa, cuando era adolescente, la palabra corrupción ya comenzó a formar parte de mi vocabulario.
Recuerdo el caso “Gastos Reservados” y cómo la trama me resultaba difícil de comprender, puesto que no entendía el papel de los fondos reservados y menos que los usen en beneficio propio.
No pasó mucho tiempo y surgieron otros casos tristemente emblemáticos, como Flores y Miel, Piponazgo, Banco del Progreso, Filanbanco, Mochila Escolar y muchos más.
Los más jóvenes pueden obtener información histórica sobre los escándalos de corrupción del país en el Observatorio de la Corrupción.
Con esos ejemplos, aunque no entendía completamente lo que significaba el término corrupción, intuía que era algo profundamente putrefacto, que apestaba.
Siempre vi a los protagonistas de aquellos escándalos con temor, más que con indignación, porque pensaba que los políticos que se robaban el dinero del pueblo eran capaces de todo, pero ingenuamente creía que, como en los finales felices de las novelas mexicanas de moda de la época, los ladrones de cuello blanco iban a recibir su castigo.
Pasaron los años y en la adultez he visto desfilar a una lista interminable de casos de corrupción: Las Torres, Sinohydro, Encuentro, Sobornos, Reconstrucción de Manabí, Helicópteros Dhruv, ISSPOL, Singue, Pruebas PCR, Kits de alimentos, Metástasis, Purga, Plaga, etc.
Con los años, también vino una mayor comprensión de la problemática.
Primero, entendí que los finales felices son solo para las novelas y que cuando la corrupción permea a una sociedad la impunidad es la regla: los corruptos salen victoriosos y son aclamados.
Después, entendí que la corrupción no solo se trata de un problema ético y moral que nos roba recursos económicos, que deberían destinarse a financiar servicios públicos de calidad, sino que destruye nuestra salud mental.
En efecto, aunque no hay muchos estudios sobre el tema, hay algunos indicios de que la percepción de corrupción es un factor determinante para sufrir depresión, debido a que este problema desencadena emociones negativas, como ansiedad, angustia, rabia, decepción, hostilidad y frustración.
En Ecuador, según datos del Barómetro de las Américas de 2023, el 52 % de los entrevistados respondió que percibe que la corrupción de los funcionarios públicos está muy generalizada.
En otras palabras, más de la mitad de los habitantes siente que en Ecuador se respira corrupción.
La continua exposición a la corrupción y la falta de rendición de cuentas generan sentimientos de desesperanza y desconfianza. Esto, a su vez, erosiona la confianza social y el capital social, creando un círculo vicioso de desesperanza y desconfianza.
A pesar de que la corrupción existe desde siempre y es universal, parecería que Ecuador ya es un caso perdido, solo aumentan los casos de corrupción y cada vez son más nauseabundos.
Es imperdonable que funcionarios judiciales y abogados sean protagonistas de los escándalos de corrupción.
Nos encontramos atrapados en un círculo vicioso, en el que la corrupción no solo se ha normalizado, sino que se ha convertido en el aire que respiramos. La esperanza de un país más justo y transparente parece cada vez más lejana, hasta parece una utopía.
En este punto, ya es inevitable preguntarme si algún día podremos romper estas cadenas que nos atan a un destino de decadencia y desesperanza. La realidad me dice que no.