De la cuna de oro a la cuna de la democracia
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
Actualizada:
Estoy en Atenas y leo, en el diario correísta ‘El País’ de Madrid, que ese formidable demócrata que es Rafael Correa acusa a Daniel Noboa de ser “un narcisista nacido en cuna de oro”.
Viniendo de alguien tan modesto y humilde como él, la frase vale su peso en oro, del oro que le gusta a Norero, porque Correa, Aleaga, Wilman, Glas y Odebrecth encarnan el ‘demos’ griego, el pueblo, los ciudadanos libres, mientras Noboa es el gobierno de los pocos y ricos, de la oligarquía que decía Aristóteles.
Cuando conocí el Ágora, en 1977, el Ecuador estaba inmerso en el retorno a la democracia, palabra que gozaba de mucho prestigio por oposición a las dictaduras militares que asolaban América Latina. Elecciones, partidos políticos, respeto a las leyes y los derechos humanos, justicia social, desarrollo económico: eso y mucho más nos iba a traer el sistema democrático.
Así que recorrí los senderos del Ágora con la ilusión de que el invento griego nos serviría también a los comedores de llapingachos 2.500 años después. Sí, funcionó un rato, hasta que volvimos a los golpes de Estado y a los populistas enloquecidos y terminamos en la Asamblea de Saquicela.
Por eso hoy, caminando entre las ruinas por donde anduvieron los fundadores de la filosofía, no imagino a Platón explicando la alegoría de la caverna sino a Rafael de Bruselas diciendo que Sócrates es un limitadito y creo distinguir a los honorables Muentes y Aleaga que, envueltos en sábanas que destacan sus opulentas pechugas y sus Rolex dorados, pactan chanchullos con los persas, que eran los malos de la época. Más o menos como respaldar hoy los ataques de AMLO contra el Ecuador.
Respiro hondo para despejar la mente. Queda en pie sobre una colina el templo de Hefestión y sopla por sus columnas y entre los árboles un aire primaveral. Ascendemos luego con la Paula al Acrópolis, cuyo Partenón es quizás el ícono máximo de Occidente, pero se encuentra maltrecho el pobre, en permanente restauración desde que fuera destruido por una bomba veneciana en el siglo XVII.
Hoy está uno obligado a hacer abstracción de grúas, andamios y turistas para absorber algo de este templo dedicado a Palas Atenea, la que salió de la cabeza de Zeus según un dibujo que me impresionó de niño.
Memorias, sí, porque uno navega aquí por los libros de historia del colegio. Al fondo, más allá de las casas blanco hueso de Atenas, que se extienden hasta el puerto del Pireo, se perfila entre la bruma la isla de Salamina y refulge el estrecho de la famosa batalla naval en la que los griegos derrotaron a la poderosa flota de Jerjes I. Si hubieran ganado los persas, otro gallo hubiera cantado en Occidente. Pero los ‘if’ solo sirven para especulaciones ociosas; lo que cuenta es lo que cuenta Heródoto, cuyo busto tranquilo vigila el Ágora.
A la mañana siguiente embarcamos hacia la isla de Egina, ubicada en medio del golfo Sardónico. Allí alquilamos un auto por el día y vamos a recorrer pueblitos, arrecifes y colinas adornadas con encinas, olivos, cipreses y numerosas iglesias bizantinas. Cada recoveco es una postal, si me perdonan este otro lugar común. Lo que no tiene nada de común es el espectacular templo de Afaya.
Finalmente, llegamos a una caletita tranquila, con algunos bañistas bajados del frío que exhiben pieles blancas como la cera. Allí se encuentra el restaurante Nontas, donde probamos un pescado fresco acompañado de una jarra de vino de la casa, frío y delicioso. No hay que olvidar que el vino lo inventó el dios Dionisio, cuyo teatro, el más antiguo del mundo, se mantiene activo en una ladera de la Acrópolis.
Pero Grecia nos sirve también de ejemplo sobre el pésimo manejo económico hace 15 años, que la puso al borde de salir de la zona euro, y las duras medidas de ajuste que han ordenado la economía y les permiten respirar.
Y festejar, que para eso son buenos estos maestros del arte de la vida que se mezclan con bulliciosos turistas en los bares y restaurantes de los barrios bohemios de Monastiraki y Psyiri, donde estamos alojados en un apartamento inundado por este sol mediterráneo que derritió las alas del joven e imprudente Ícaro y ahora nos obliga a salir en busca de una cerveza helada, pensando que a Daniel le puede pasar lo mismo si no es capaz de refrenar sus impulsos.